La niña
de oro puro
de Margaret Drabble
Marlén
Curiel-Ferman
Mirar
por la ventana. Observar las gotas que caen, despacito, una siempre acechando a
otra. Es la unión de las gotas, como las células alguna vez lo hicieron hasta
formar un ser humano, como los átomos se identifican entre sí para darle paso a
la sangre, al aire, a la piedra. La simbiosis deja de parecer una cuestión de
franca comodidad para una de las partes, todo se vuelve compartir, así sea una
escena simplona, de esas que se miran por la ventana.
Por
la ventana más amplia, la del ojo omnisciente de un ser bonachón tildado de
tirano llamado Dios, hay miles de historias. Todas ellas simbióticas al
principio, casi siempre simbióticas al final. Pero, a diferencia de lo que
pudiera pensarse, la simbiosis se traslada a la otra parte: la gota gorda ya no
sabría andar por el vidrio sin la gota minúscula, el maestro ya no sabría serlo
sin el alumno, la madre no sabría andar sin el hijo, el secuestrado
posiblemente no pueda volver a ser el mismo sin el secuestrador, del mismo modo
en que un pueblo se vuelve incapaz de moverse sin las estrategias, buenas,
malas o regulares, de sus gobernantes. A pesar de los tristes finales (pues
todo indicio de supeditación es triste), en todas esas variantes hubo una
constante: se realizó algo grande, maravilloso: agua, maternidad, reflexión,
superación. Exploración. Probablemente sería esta última, la exploración, la
más maravillosa: este universo, el laboratorio más grande que se conoce, es un
escenario perfecto para la exploración de las causas, los efectos, las
emociones, las necesidades, las codependencias y aquello a lo que llamamos
destino porque todavía no conseguimos la fórmula matemática que nos explique
los pronósticos forzosos (o forzados) que da la vida.
De
todas esas historias, la que más llama la atención es la de la maternidad:
¿cómo, por qué se dio ese nuevo ser, por qué a ella, por qué a él?, ¿quién es
el agente pasivo, quién el activo? Es una duda universal que difícilmente se
explicaría, aún si se juntasen a todas las madres del mundo, a todos sus hijos,
a todos los padres que fueron requeridos para hacer a esos hijos. La pregunta
se vuelve inmensa si nos acercamos a esa pequeña parte de ese gran conjunto
madre-hijo que tiene que ver con los seres nacidos con capacidades diferentes.
La literatura, antes de la segunda mitad del siglo XX, solía referirnos a esos
seres especiales como «idiotas», «enfermos mentales», «inválidos», basta
recordar la noble historia de Joseph Conrad, Los idiotas, para entender que, tanto para la literatura como para
el mundo en general, esta cuestión era una cáscara con cicatriz aún purulenta
debajo: daba comezón, pues era difícil aceptar que de la simbiosis no siempre
se podía crear la perfección. De hecho, la perfección no existe. Eso, sin
importar los siglos, siempre ha dolido. El ego humano es incapaz de aceptar que
no se es dios, y, todavía peor, que no se puede engendrar la divinidad.
Pero
resulta que otros tiempos vinieron. Otras ideas se acomodaron plácidamente en
las sinapsis de Occidente: la vida no tiene por qué ser perfecta, porque aún en
su imperfección lo es. La fealdad adquiere entonces matices de una belleza
exultante, de una hermosura fuera de órbita. Los defectos escarban muy adentro
hasta formar un túnel por el cual pueden viajar las virtudes, y en el trayecto
se da la lucha por ver quién emerge con la corona, quién se nombrará señor de
ese mundo, así sea el de un vagabundo, una mujer marginal, el presidente (de
cualquier cosa), un niño o un pintor. El viaje y la lucha se vuelven hermosos,
maravillosos, ante los ojos de los espectadores. Y es que tanto de viajes como
de luchas están plagados nuestros mitos, ya Campbell nos lo decía, lo esbozaba
y hasta lo sostenía con historias de mil y un calibres. Viajar para explorar. Abrirse
a la fealdad personal, a la miseria o al defecto para volvernos legítimamente
divinos.
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Edición en inglés |
Por
esos viajes nos dimos cuenta de la transformación que sufrieron las miradas de
Occidente frente a historias en donde la belleza estereotipada de la maternidad
salió mal y en lugar de un niño rollizo nació otro con dificultades para ser,
pero que, para los nuevos estándares del ideal del ser resulta ser una
bendición. Ser alternativo no nada más es bueno a la hora de hacer música o
buscar una pareja. Ser alternativo también funcionaría, según lo vaticinaron
las madres de mediados de los sesenta, en una bendición.
O
al menos eso pensó Jess Speight, la sensual rubia de ojos miopes nacida en
Londres para estudiar antropología y comprender mejor la belleza de lo
tangencial, de lo no canónico, para luego aplicarlo con mimos, gracia y
solicitud durante una vida y tal vez otra más, a Anna, su niña eterna, su niña
de oro puro.
Algunas
veces, Jess soñaba con regresar al lago resplandeciente. A veces soñaba con los
viajes de investigación que podría haber emprendido, si no cargara con el peso
de ser la única cuidadora de una hija dependiente a perpetuidad. La maternidad
se había convertido por casualidad en su destino. (p. 92).
La niña de oro puro, de
Margaret Drabble, es la historia de un grano de mostaza entre la mostaza misma,
que cuenta cómo una mujer decidió modificar el lastre de la simbiosis mal
acabada en un acto de entrega modesto, casi como sacrificando una y otra vez
esa libertad femenina a la que todas fueron convocadas en su época y a la que
ella no pudo asistir, porque estaba aprendiendo a ser libre a través de la
humildad.
Ubicada
en la segunda mitad del siglo XX, las voces que revisten esta historia están
plagadas de una maternidad constante, sea expuesta o no, sea bien manejada o
no, pero maternidad al fin, una maternidad convulsa que no dejó de ser
preocupante para las madres anteriores, pues se trataba de una oleada de
mujeres francamente libres que daban rienda suelta al regreso de lo pagano, al
instaurar el reinado de lo natural como fuente suprema para la crianza de sus
hijos. Así, entre autobuses con rutas diseñadas para surcar de a poco el nuevo
rostro de un Londres devastado por la II Guerra Mundial y obligado a
reconstruirse desde afuera, sin saber que también tendría que ser desde dentro,
estas mujeres soñaron desde sus mullidos sillones, sus cojines estilo hindú,
sus alimentos refrigerados y sus mermeladas de abuelita, con el progreso
prometedor que circundaba, como cuervos, los rostros ingenuos de sus hijos: una
BBC creciente, aunque ahogada en alcohol, planes estatales de desarrollo que
igual atraían a indigentes y locos como después los echaban, cual máquina
centrifugadora, modas, canciones, juguetes, avenidas…
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Otra edición en inglés |
La
testigo de todos esos cambios es un ama de casa que también fue profesionista
en su momento y que es tan común y corriente como la historia que se narra, y
que quizá por eso nos parezca tan maravillosa: también, a partir de la segunda
mitad del siglo XX, a la Historia le ha dado por explorar el reverso de las
cosas, ir a los rincones, a los espacios humildes, normales. Son los tiempos de
las historias microscópicas, de las anécdotas rutinarias que incluyen pan
tostado y tardes de televisión, médicos y relaciones efímeras. La testigo es
dueña de una voz que pudo ser la de cualquier otra mujer, tan simple, tan
clara, tan, incluso, chismosa a veces y propicia para la intriga. Es la voz de
la mujer inglesa del siglo pasado que sobrevivió a las excentricidades de Led
Zeppelin y los Beatles, David Bowie y los Rolling Stones, en el momento en que
decidió seguir la línea larguísima trazada por muchas otras mujeres antes de
ella, pero que quizá no muchas de las que nacieron después quisieron seguir,
mitad porque el mundo no está para sentarse a ver televisión con los hijos por
las tardes, porque se tiene que ir a trabajar, mitad porque los tiempos
cambian, y las voces como la de esta narradora bien que lo sabían.
La soas [Escuela de Estudios Orientales y
Africanos, por sus siglas en inglés] era un mar de aventuras, de sabiduría, de
corrientes interculturales que fluía y se arremolinaba por Gordon Square,
Bedford Square y Russell Square, y a lo largo de la Great Russell Street. Jess
se arrojó a sus aguas y nadó con sus mareas. Le encantó el primer curso, que
pasó en un anticuado hostal para mujeres […]. (p. 15.)
Jess
Speight pudo ser una antropóloga brillante. No más. No se trataba de una mujer
superdotada, ni de una hija de magnate o de una miss algo. Se trataba de una
mujer que de chiquilla, viviendo en una ciudad industrial en las Midlands, se
quedó prendada de las fotografías de pueblos africanos que relataban, más con
la luz de la lente que con pies de foto, los rasgos exóticos de los hombres de
piel negra, sus aretes enormes, sus tetas colgando, y que, para bien o para
mal, indujeron a la hija de un arquitecto frustrado por los resultados de su
propia obra, a estudiar antropología, aunque no supiera que esa carrera era
fuente de malinterpretaciones, normalmente de connotación sexual, pues aún en
los primeros años de la nueva ola el sexo seguía siendo un bonito tabú para
regalar a los oprimidos. Jess Speight, insisto, pudo ser una buena antropóloga,
capaz de viajar y dar por fin con la causa de aquellos niños con manos de
langosta que tanto amor le produjeron, allá en su juventud, cuando todavía pudo
viajar hasta África en busca de terrenos inexplorados, pero seguramente que
también para conocerse. Habría sido todo eso, de no ser porque se enamoró de un
profesor casado que luego de varias sesiones placenteras le dejó a Anna en el
vientre. Jess pudo ser una mujer normal yendo al hospital a abortar,
aprovechando las coyunturas liberales. Jess prefirió convertirse en una
antropóloga de casa. En una madre de una niña especial. En la antropóloga de la
niña de oro.
Casi,
casi, como dictándonos una conferencia, o a modo de documental, la voz
chimolera pero también dulcemente reflexiva de Eleanor, Nellie, la amiga de
Jess, nos va contando cómo la Niña de Oro Puro va adquiriendo su nombre: de oro
puro, porque jamás maldecía, se enojaba ni albergaba sentimientos malos, y
porque ello la llevaba obligadamente a un estadio de perpetua inocencia,
intachable, como las estatuillas de las iglesias que albergan niños santos, con
su sonrisa serena y sus ojos sin la marca de juez interior alguno; niña, porque
sus genes jamás le permitirían salir de ahí.
Podría
ser la historia de una madre más con una hija con discapacidad mental, pero
emocionalmente mucho más rica que la mayoría de los niños que luego son jóvenes
y después son flamantes adultos, padres de otros niños también. Pero es una
historia que nos cuenta también la evolución de Inglaterra, cómo se nos fue
despojando, para incredulidad de muchos de nosotros, especialmente los amorosos
latinoamericanos, de las armaduras de hierro de Guillermo, Enrique e incluso
Elizabeth, para dejarle su lugar a las formas suaves, sensuales, de la ternura
que abrazó a este país a través de sus madres, que prefirieron criar a sus
hijos con teorías muy a la Montessori y compañía antes que llevarlos adonde se
exigen los zapatos muy lustrados y mucho gel para asistir a las clases. Es la
historia de la locura, de la inteligencia reducida y de su no tiempo, de esa
virtud otrora apreciada por los sabios de antaño pero que a estas alturas
resulta cansado, inconcebible, agobiante. Es la historia de cómo una mujer se
vence frente a ese agobio y no deja de probar las promesas del sexo, su
liberación oportuna, su capacidad de reafirmar una sola cosa: no existe mejor
piel que la que nos es dada, y no hay mejor hogar que el elegido para llevar la
balsa de la vida.
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Edición en francés |
Es
la historia de Jess y Anna encontrándose a mitad de sus destinos, en una
amistad que fue más allá de la maternidad y las capacidades diferentes, y no lo
digo por ser una de ellas distinta, sino porque en realidad ambas lo fueron:
ambas se salieron de la órbita, ambas se encontraron a las afueras y erigieron
una casa en el número 23 de Kinderley Road, donde fueron bienvenidos uno que
otro hombre, pero más bien las amigas, las cómplices de la primavera que
atestiguaron la llegada del verano y el otoño en esa pequeña casa de un barrio
clasemediero con paisajes urbanos desgastados. También es la historia de la
transformación de los castillos y edificios góticos en casas de locos y de las
nuevas construcciones, más planas, que albergarían mentes igual de planas, pero
quizá más tranquilas y libres que las otras que les antecedieron y que
conforman esta masa de londinenses dedicados a escribir con sus escuetas vidas
la vida de una ciudad entera:
Anna
quería a su madre con devoción filial ejemplar, como si pareciera ser
consciente, desde el principio, de su inusual dependencia [...] Anna permaneció
apegada a Jess, siguiéndola de cerca y reaccionando a cada movimiento de su
cuerpo y de su mente, aprobando cada uno de sus actos. La necesidad llevaba un
vestido amistoso y benigno, con brillantes dibujos y suave al tacto, una tela
de guardería que no envejecería con los años. (p. 35.)
En
la contraportada del libro, alguien se aventura a decir que es una historia
edificante. Si edificar implica reconocer la virtud necesaria en cada ser
humano, entonces lo entendería. Pero si para ellos edificar es un sinónimo de
caminar con un lastre simulando la alegría o la resignación, o peor aún, si
edificar significa ser testigo de una historia en donde la felicidad es tomada
como vino y respirada tal cual, entonces hay un problema. La niña de oro puro es una radiografía de lo que una mujer normalmente
hace, cuando no desea ser partícipe de tragedias de tipo griego. También es la
huella rutinaria de dos mujeres simples cuyo destino las ha vuelto míticas.
Margaret
Drabble es una geminiana hija del abogado y novelista John Drabble, nacida el 5
de junio de 1939, en Yorkshire. Si es verdad lo que dicen sobre la mentalidad
dicotómica de los nacidos bajo este signo, entonces podremos comprender esta
necesidad muy suya de hilar los paralelismos de un eterno femenino fallido en
el personaje de Jessica Speight, y también en esa mutabilidad que va de lo
tierno y romántico a lo detestable en su narradora, la amiga y vecina de Jess y
de Anna, una auténtica ama de casa que se sabe de memoria fragmentos de sonetos
y recuerda algunas frases célebres de antropólogos decimonónicos, como David
Livingstone, y coplas de civilizaciones africanas, aprendidas, casi por la
ósmosis entre una cuadra y otra, de su amiga antropóloga.
Literata
y novelista, Drabble ha publicado 17 novelas, entre las que están A summer bird cage (1963), Hassan’s Tower (1980) y The
seven sisters (2002), obras que nos indican su natural inclinación por las
cuestiones femeninas, el enclaustramiento y el desarrollo del ser. También ha
realizado obras de teatro, guiones y cuentos, además de varias biografías de
connotados escritores ingleses.
Publicada
en 2013, The pure gold baby es su más
reciente obra y representa, según lo han dicho algunos críticos, su primer
libro que no está armado en su totalidad por ciencia ficción y que retrata una
historia real sin serlo completamente. Si usted es un lector asiduo de libros
dedicados a la exploración del insondable mundo femenino, éste sin duda es su
nuevo título para leer.
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La
niña de oro puro. Margaret
Drabble. Traducción de Antonio Rivero Taravillo. Sexto Piso. 293 págs.