Nostalgia
del absoluto
de George Steiner
Marlén
Curiel-Ferman
No
es que uno pase por alguna calle recién llovida e imagine —o trate de hacerlo—
el olor del pan recién salido del horno, la nata, el mandil de la abuela, el
bebeleche y los atardeceres veraniegos en los que todo era una cena apacible en
espera de la segunda tanda de la lluvia. Tampoco es que uno se ponga memorioso
y disponga de su taza de café y un cassette con los clásicos del rock justo
ahí, en el punto donde todo vuelve: el pelo largo, las fiestas interminables,
los rituales semiprohibidos y, por tanto, antojables por su capacidad de poner
al margen tanto al individuo como a la vida misma. Mucho menos es que uno saque
el videocassette y se ponga a rememorar los pasteles con forma de muñecos
salidos de las caricaturas de Walt Disney, colocados al centro de la mesita de
juguetes para el festejado, el nuevo adulto joven u odioso adolescente que
pernocta en la casa, pero que no vuelve más durante el día. Y no, tampoco se
trata del acto —residual, quizá— de tomar el vaso de whiskey, tumbarse en el
suelo lamoso de una cantina y fingir que se es un artista maldito, que extraña
lo que nunca ha sido.
No,
no y no. Para alguien proveniente de una familia judío austriaca que emigró a
los Estados Unidos en el inicio de la Segunda Guerra Mundial, justo cuando él
tenía apenas diez años, es lo de menos. Incluso, podría resultarle un
nauseabundo cliché del cual prefiere pasar totalmente. Y es que los clichés,
señoras y señores, provienen de la idealización de lo que nunca fue o de lo que
jamás podrá conseguirse.
Ahora
que, si lo vemos desde esta perspectiva, tal vez los fans de The Mamas & The
Papas y los asiduos al pan con nata y frijolitos calientes no estén del
todo deslindados de la obsesión que le toca vivir a un recién cuarentón George
Steiner, quien en 1974 entregó, en cinco emisiones, sendas conferencias para la
CBC Radio Arts Department de Canadá. De alguna manera, entre aquellos
sentimentalistas naives y este
filósofo excepcional, lo único que cambia, es el objeto de la nostalgia. Quizá,
visto desde afuera, la diferencia sea inmensa, pero el efecto es el mismo:
devastador, agobiante, provocador de acedia y de versos tristes, si no es que
de esquelas prematuras: eso que pudo
ser no está aquí; eso que esta allá
jamás vendrá. Y entre verbos y adverbios de lugar, comenzamos a repudiar la
infinita inmisericordia de la existencia, la desazón originada por encontrarnos
frente a un vacío que —lo intuye el nostálgico de las cenas provincianas, el
rockero terminado en abuelo jubilado, el artista caricaturizado en alcohol y
hasta la madre satisfecha, quien tiernamente le serviría galletas y té a
Steiner en estos tiempos de tanta fragilidad—, lo sabemos, se transformará en
algo horroroso: el absoluto.
¿Cómo
definir al absoluto? ¿Cómo explicarse el origen y la finalidad del absoluto?
¿Cómo convencer al absoluto de que no se vaya para no sentirnos, a su partida,
tan solos como cuando descubrimos que leer, escribir, cantar, contar y soñar
son placeres que nos remiten, tarde o temprano, a la noción de que las cosas
buenas de la vida (o casi todas) ocurren dentro de uno mismo, en la absoluta
individualización de la felicidad?
Edición en inglés |
Probablemente
todos los nostálgicos a los que aquí nos referimos —hipotéticos, claro— vengan
y nos endilguen la factura, que muy pronto será endilgada a un filósofo, ¡buenas,
Steiner! Pero en realidad es algo que a todos nos concierne: a todos nos falta
algo, todos, en algún momento del día (y quien no, que venga y nos platique
cómo le hizo), sentimos esa conexión con el infinito que nos suelta y nos deja
caer y nos presenta la enorme alberca vacía que es la vida. Todos reclamamos
por una respuesta, algo que nos llene. Algunos creemos que tiene que ver con
fines económicos, otros, con fines estéticos. Otros más se atienen a lo
religioso.
Quizá
sean estos últimos los que podrían sentarse a debatir un rato con el George
Steiner de 1974, tan recién salido de aquel mayo del 68, y contar cómo, desde
que se anunció la muerte de Dios (derechos reservados para Nietzsche,
patrocinador de las nuevas culturas y mitologías —véase Superman et al—), la cosa no ha ido más que de
mal en peor, o mejor dicho, de la inocencia a la soberbia del conocimiento.
Nostalgia del absoluto es, más
que un conjunto de conferencias, una rapsodia bastante filosófica y fría, casi
balcánica, de lo que George Steiner comprendió que ocurría en el esplendor del
siglo XX, uno de los más libres y conservadores, más caóticos y fanáticos, más
lascivos y esclavizadores, más lumínicos y oscuros de los siglos que a
Occidente le ha tocado vivir. En sus cinco partes, la canción de Steiner
(digámosle así en adelante a esta obra, por conexión de su autor con el
protagonista épico francés, Roldán, que también tuvo sus razones para sus
propias cruzadas) no pretende conectarse con Dios, es más, da por sentado que
su existencia, como buen hombre del siglo XX, está por resolverse y no espera,
para nada, a que el milagro ocurra. Más bien, pretende comprender primero para
sí mismo las razones por las cuales la pérdida de la religiosidad, de la
espiritualidad y la moral devino en la construcción de tres sistemas
sustitutivos de la teología medieval que ambientó tantos siglos. Y si decimos
que su lenguaje es casi balcánico, debe ser porque se remite, conscientemente,
a los principios helénicos que reglamentan todo lo relativo al deber ser, a la
convivencia social, a las normas éticas.
Y
es que Steiner es, en todo caso —y para seguir con la enumeración de las
etiquetas— un ferviente nostálgico de lo primigenio en la cultura de occidente.
En cada una de sus páginas se nota un tremendo aire melancólico por Grecia, sus
grandes ideas, su posición geográfica y temporal tan lejana de lo que ahora
somos, muppets (hablando de 1974) de nuestros propios intentos de
trascendencia. Para Steiner no hay nada que se le oculte: nos hemos mentido
deliberadamente en aras de conseguir la paz mental; hemos institucionalizado la
moral para conseguir el aire moralino de la convención social; nos hemos dado a
la tarea de perdernos en sistemas complicados, creyendo que por ello podremos
al fin instaurar esa peculiar idea que teníamos del reino de Dios, que fue
puesto en venta tan pronto apareció el primer tren.
Edición francesa |
Casi
más por valor personal que por otra cosa, el filósofo agarra nada más y nada
menos que a tres de los sistemas más influyentes del siglo XX: el marxismo, las
teorías freudianas y la antropología estructuralista, a quienes (y diremos quienes porque, a estas alturas del
partido, ¿cómo negar que no fueron y son tratadas como entes totalmente
orgánicos?) los define como meras mitologías. Poco le faltó a este filósofo,
quien no se la pensó mucho (para escribir y pronunciar sus conferencias, aunque
sí para llegar a las conclusiones tan devastadoras para cualquier hombre
moderno que se hubo pronunciado como tal en los esplendores del siglo pasado) y
atavió de ridícula inocencia a estos tres sistemas, a los que tan solo les faltó
la varita mágica para convertirse en el hada madrina del hombre occidental, tan
solo, tan perdido y tan ciego tras la debacle del único aparato filosófico,
moral, ético y hasta jurídico que tuvo durante años y que lo mismo le sirvió
para frenar su instinto como para detener su evolución, adiós Platón y
compañía: la religión. Cristiana, para ser exactos.
A
través de sus cinco conferencias-capítulos («Los mesías seculares», «Viajes al
interior», «El último jardín», «Los hombrecillos verdes» y «¿Tiene futuro la
verdad?»), Steiner estudia sosegadamente pero sin temor ni remordimiento alguno
la evolución ocurrida tras la debacle de esta religión, anunciada por un
desahuciado Nietzsche y perfilada como la mejor de las noticias para un hombre
moderno que se jactaba de estar en pleno uso de su inteligencia y libertad para
conseguir lo que Dios antes le había prometido. De esta manera, un sistema
político-filosófico-económico (el marxismo), un sistema antropológico (la
antropología estructuralista) y un sistema psicológico (el psicoanálisis), los Tres Compadres del pensamiento
heterodoxo y libertario del siglo XX, no son sino meras caricaturas que
intentan llenar el vacío dejado por la partida de Dios, de lo que significaba
estar bajo su arbitrio: ni la esperanzadora idea de la libertad social y la
equidad económica, el descubrimiento del instinto subyacente en el yo, ello y
superyó —con su consecuente y bienvenidísima justificación— o la idea
megalómana de encontrarle el significado a los actos más desquiciantes o
inquietantes del ser humano mediante la respuesta lógica que en algún momento
habría de emerger, podrían estar más alejadas de la necesidad del ser humano de
entender para qué carajos viene uno a vivir, a reproducirse, a padecer
carencias e injusticias y finalmente a morirse. Sin Biblia no es lo mismo. Pero
tal vez con tratados, teorías y más tratados…
Si
en Marx, Steiner descubre el sueño romántico de un joven alemán seducido por
las ideas de Goethe y el regreso a lo clásico, la exploración de sus
fundamentos que más bien se orientaban a la recomposición de un mito clásico (o
dicho en otras palabras: el joven Marx quería reconstruir a Prometeo —reivindicador
del fuego y, por tanto, alumbrador de las masas—, traerlo al cuento de lo que
en ese momento para el idealista alemán era la vida, olvidémonos por un rato un
poco de la economía, aquí lo que importaba era que todos debemos ser felices e
iguales, por eso Prometeo debía regresar) en vez de armarse todo un complejo político,
social y económico, el cual Stalin supo explotar sagazmente a través del
idealismo tan especial y fantástico de la juventud, que aun sin creer en su
dirigente sí creía en la promesa del
paraíso escrita en los tratados del joven Marx; en Freud encuentra un
intento casi épico por reivindicar a la humanidad de su pecado original, que no
fue otra cosa sino el parricidio que la horda original había realizado. O dicho
de otra manera: lo de Freud era justificar que aún podíamos ser felices si por
fin podíamos olvidarnos, casi perdonarnos, de haber sido unos hijos ingratos.
Otra vez, de regreso al estudio de lo helénico, el Eros y el Tánatos, vamos
aflojando los prejuicios y las represiones autoimpuestas, ese asuntillo quedó
atrás. Pero en ambos casos, no deja de ser una aventurilla substancial que
invita, a todas luces, a liberarse de sí para volver a ser nosotros, quienes
hayamos sido, como quizá nunca nos lo imaginamos. Por eso es que para Steiner
todo viene a ser como un cuento, un mito. Dos mitologías modernas buscando
corregir lo que en siglos la religión no tuvo oportunidad.
Edición en portugués |
En
el caso de la antropología estructuralista, pone no tanto en tela de juicio las
andanzas cuasi quijotescas de Lévi-Strauss, señor y dador de las pautas
binarias por las cuales un científico (como él se hacía llamar) debía de
estudiar, comprender y analizar las prácticas humanas, reestructurador de los
mitos biológicos que asumen la verticalidad de la columna vertebral con la
necesaria salida a escena de un sistema de valores que pudiera, a posteriori,
condensar lo bueno y lo malo (y dale otra vez con lo dual) en la praxis
moderna. Visto así, y aunque no nos lo dijera, Steiner puso a Lévi-Strauss como
el nuevo Noé, sin arca y sin animales, pero repleto de documentos, entre ellos,
los mitos fundacionales —verbigracia, los recién paridos por Freud y Marx, con
quienes compartía las ideas de la libertad, entendiéndose por ello la raíz,
esto es, lo sexual; hasta lo etérico, es decir, el sueño o el ideal—, y que no
deja de ser un científico con aspiraciones antropológicas de ciertos rasgos
efectistas. Viajero y autobiógrafo, el respeto por Steiner hacia el fundador de
esta corriente antropológica reside no tanto en las verdades científicas que
propone como en su capacidad fantástica de recrear e hilar historias, haciendo
uso del derecho inalienable de la tradición oral, reina de todas las formas de
conservación de la cultura:
[…] tanto Marx como Freud hacen derivar de la
religión y la teología sistemática la inferencia del pecado original, de una
caída del hombre, aunque ninguna mitología es en realidad totalmente explícita
en cuanto a la ocasión de este desastre. Lévi-Strauss es explícito. Necesaria
como era, impresa como debía haber estado en el código genético y en el
potencial evolutivo de la especie humana, nuestra transición de un estado
natural a un estado cultural fue también un paso destructivo, y un paso que ha
dejado cicatrices sobre la psique humana y sobre el mundo orgánico. (p.52).
Cuesta trabajo, sabemos de sobra, entrar a un mundo en donde todos
los últimos paraísos se caen. Lo dirá el marxista, el freudiano, el antropólogo
estructuralista. El humanista en general. Naturalmente que este libro podrá ser
visto, tanto por detractores como por leales seguidores de estas tres
corrientes de pensamiento (que al final de cuentas son tan sólo eso) y por
notables teólogos, como un libro más originado en el caos del siglo XX, tan
abierto a la disputa y a la rebatinga, tan capaz de solapar la insolencia que a
la menor provocación tumbaba sistemas, credos y tradiciones. Pero hablamos de
Steiner, y, atención, no se trata de cualquier filósofo: como ya dijimos,
Francis George Steiner nació en París, en 1929, en el seno de una familia judía
de origen vienés. Lo que no hemos dicho, es que el Premio Príncipe de Asturias
de Comunicación y Humanidades 2001 es profesor emérito del Churchill College de
la Universidad de Cambridge desde 1961, y del St. Anne's College de la
Universidad de Oxford. Su pasión no es el futbol, sino la literatura comparada
y tiene un grado magistral a la hora de hacer trabajos de crítica filosófica,
literaria y cultural y, por lo tanto, ha influenciado a más de cuatro
generaciones en lo concerniente al discurso intelectual acerca de Occidente.
Entre sus imperdibles, además del
título que hoy nos toca, está Después de
Babel. Aspectos del lenguaje y la
traducción, de 1975 (y corregida y aumentada en 1988), un libro de cabecera
no solamente para el traductor o el lingüista, sino para el humanista en
general, publicado en México por el FCE. También cuenta con el magnífico ensayo
Tolstói o Dostoievski, publicado por
Ediciones Siruela en 2002; Une idée de
l'Europe (La idea de Europa),
Siruela, 2005; Diez razones (posibles)
para la tristeza del pensamiento [Dix
raisons (possibles) à la tristesse de la pensée] (Bilingual, 2005) y Los logócratas, FCE y Siruela, 2006. Por
si fuera poco, el también Premio Internacional Alfonso Reyes 2007 ha publicado
narrativa y poesía.
Es sin duda alguna uno de los maestros de la
cultura occidental que el hombre postmodernista, si se jacta en realidad de
serlo, debería leer, consultar, oír a
través de estas cinco conferencias radiofónicas, retransmitidas en este libro
maravilloso, tan necesario ahora que todo mundo se despide de todo, y vuelve a
la nostalgia (o tal vez nunca se haya ido) del absoluto. Voici la magia de los libros: uno está donde su pensador
originalmente creyó y debió estar para enseñar, más que para convencer.
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Nostalgia
del absoluto. George Steiner. Editorial Siruela. Traducción de
María Tabuyo y Agustín López. Madrid, 2013, 136 págs.