Coordenadas
para encontrar a Leonard Cohen
Marlén
Curiel-Ferman
En
el mundo hay muchas palabras difíciles de definir. El día de hoy únicamente
vengo a traerles dos de ellas: poesía y hombre.
Ahora
que el mundo ha olvidado la capacidad de sentir la poesía, ahora que el mundo
cada vez se asume menos hombre (entendiéndose bajo la primera acepción, la que
hace referencia a la humanidad), resulta un caso trillado, incluso de una
cursilería mal acomodada para un siglo que no tiene ganas de llorar por lo
realmente conmovedor ni de reír por aquello que nos devasta. No vengo, pues, a
contarles lo que para mí significa poesía u hombre. Eso ya lo definió Leonard
Cohen.
No
lo hemos podido localizar debajo de nuestros LPs, donde salía joven,
medianamente apuesto y sumamente tímido, a veces una guitarra, a veces una
mujer (implícita o explícita), a veces senderos, corazones o bastones; pero
siempre un par de ojos de felino tranquilo, como flotando en las aguas de los
mantras que él ya conocía mucho antes de haberse ido por la filosofía budista. Tampoco
lo hemos podido localizar en algo que llamamos nostalgia, ni en su buque
grandísimo, que se amplía a placer entre más tiempo nos recorren los vientos de
todos los tipos; no está, les juro, en la idea que tenemos del amor, de la
soledad, de la miseria entre la risa pasajera, de la sexualidad, de las
ciudades que respiran como un pulmón enfermo que seduce al más inocente para
robarle su paz.
Leonard
Cohen tampoco está en los diarios que todos leímos junto a él mientras cantaba «In
my secret life» y recordaba la isla de Hydra, donde plantó semillas que luego
fueron Flores para Hitler (1964) y
proyectó a Lorca y Adam, sus hijos que le siguieron la pista, ya fuera desde la
lente o desde una guitarra.
Leonard
Cohen, les aseguro, no está más. Queda su obra, su maravillosa obra compuesta
por nueve poemarios, dos novelas, catorce álbumes de estudio, ocho álbumes en
directo, cuatro álbumes recopilatorios y cinco más de homenaje. Hace unos días
se dice que vieron pasar a «So Long Marianne» vestida de una juventud
confundida ahora que no está su creador, el único que podía revivirla con su
voz, sin importar que ya tuviera 70 años. Dicen también los que presenciaron la
marcha que hubo un debate para elegir la canción adecuada a la partida de su
hombre: «A Singer Must Die» (incluida
en su fabuloso álbum New Skin for the Old
Ceremony de 1974), «Hallelujah» (que
se encuentra en su disco Various
Positions de 1984), «If It Be Your
Will» (también del disco
anteriormente citado). Sus mujeres todas, las reales, las imaginarias, las
coristas, las de viento, las agradecidas, las escritas y cantadas, decidieron
que era mejor entonar el último verso, «Estoy preparado, mi Señor», que aparece
en su último álbum, You Want It Darker,
publicado apenas un mes antes de su muerte.
Hicieron
bien. Leonard Cohen es el real exponente de la evolución correcta del poeta:
nació para expresarse, escribió en su juventud para remorderse y torturarse, la
métrica muy visible, casi como su corazón de vulnerable inocencia dramática;
llegó a la etapa de la madurez con la métrica escondida en los pliegues de la
cara, anteponiendo mejor el estoicismo a veces amargo que sedujo a todos y a
tantos, especialmente a la vida, que limpió sus versos hasta volverlos
sencillos, más claros y diáfanos que nunca. Cohen estaba preparado para hablar
directamente con la gente sin la crudeza del político ni la zalamería del
sacerdote. Cohen, pues, se volvió gurú de sí mismo, de la verborrea que permea
entre los poetas jóvenes y los no tan jóvenes que insisten en sufrir sus textos
y, por lo tanto, apagar la poesía. Cohen se volvió después en el gurú de los
que también han buscado a ciegas. First We
Take Manhattan, Then We Take Berlin… Primero tomó su poesía, luego tomó la
poesía de los otros. Y lo hizo por los cuernos. Y desbarató los quinqués del
decimonónico y escribió signos de niño sobre las vanguardias. Había que reírse
pero no burlarse. Había que seguir sin intentar ser seguido.
Para
cuando lo agarró el crepúsculo, Cohen ya estaba en la línea recta hacia el
silencio. Eso es lo que pasa con el poeta: encuentra la luz y el sonido en el
silencio. No tiene más nada qué decir, pues sabe que la flor y el fango tienen
su canción propia. Leonard se dedicó a filosofar, a rezar sus mantras con su
voz de terciopelo y roble, prueba de ello son sus últimas canciones, en donde
ya no cantaba. Cohen se volvió un maestro de la oración. Y luego fue otra vez
niño, y luego abrazó al silencio.
Dicen
que sufrió una caída la noche previa a su muerte. Sus versos saben que no, que
simplemente fue un ejercicio, el último, de ejercer la humildad. Besó la
tierra. Luego, partió.
Es
muy probable que ahora que murió nos preguntemos: ¿Por qué a él no le dieron también el Nobel? ¿Habrá decidido irse
ahora que Trump fue electo y es casi seguro que nos seguirán tiempos agrestes
para la poesía?
La
cosa es sencilla de responder. A Cohen poco le importaban este tipo de asuntos.
Se ganó el Príncipe de Asturias en 2011. Los gobiernos, al menos en sus
territorios creativos, poco lo asustaban.
Leer
y oír a Cohen se vuelve entonces una constante que no debería dejarse de lado.
No porque un día vayamos a un café y podamos hacer gala de los poemas que
memorizamos (para qué, en todo caso). Tampoco porque, tras leerlo u oírlo
vayamos a escribir igual que él. En este mundo nada se repite, todo se emula.
Leer
y oír a Cohen es esencial para aprender de su tratado (construido sin querer)
de pureza y honestidad. Se necesitan dosis enormes para comprendernos ahora que
nos quedamos muy solos, cada vez más solos, con nuestras máscaras y circos
mediáticos al por mayor. Se necesita a un maestro como Leonard para entender lo
que es ser hombre. «I’m Your Man». Y sí, él es de los pocos que alcanzó este
estadío.
. . .
[Me
acaban de decir que por fin encontraron a Leonard Cohen. «Canten “Dance Me to
the End of Love”, ése es el camino», me susurraron ciertos versos. El amor es el
camino. El silencio, su resolución en este mundo].
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