viernes, 18 de enero de 2019

Recuerdos de un callejón sin salida, de Banana Yoshimoto





Recuerdos de un callejón sin salida
de Banana Yoshimoto

Marlén Curiel-Ferman


Soaring high in the sky,
He may be small but only in size.
Astroboy, Astroboy,
He is brave and gentle and wise!

Cuando escuchaba esa canción a mis siete años, en el invierno de 1990, algo mayor a mí y que era yo misma sintió (o supo) que mi relación con Japón iba a ser una mezcla de melancolía y épica, aliñada, quizá, por algún sentimiento de una alegría no registrable en occidente. Se me hacía tremendamente triste aquella canción, en parte porque se oía vieja y distante, y en parte, quizá, porque me recordaba que ya se acercaba la noche y yo aún no terminaba mi tarea. En fin, que la canción con la que abrían los créditos de la caricatura Astroboy (Osamu Tezuka, 1980-1981), se me quedó marcada durante mucho tiempo, como esas veces en las que en el fondo sientes que una punta del hilo que representa ese recuerdo algún día se conectará, por azares del destino, con su contraparte, y se hará un todo, y es ese todo el que te grita, desde la lejanía del tiempo (sin importar que no estés de humor o que sea inoportuno en aquellos momentos de tedio, cuando la cotidianidad se presta para la reflexión cuasi filosófica), que la otra punta vendrá. Y todo será circular y reparador. 

Encontré al fin la otra punta de ese hilo hace dos semanas en un libro. Uno que tiene la dedicatoria a uno de los maestros del manga japonés, Fujiko F. Fujio. La puerta al mundo interior de una niña que ahora es grande se me abría con la misma intimidad con la que tu mejor amiga te enseña los pasajes más tiernos de su existencia.

«Leerla en este libro es igual a cuando te peinan el pelo con suavidad o como comerse un dulce tras un día sin mucha originalidad ni nada particular. Se siente bonito, pues.» Eso pensaba mientras me adentraba en las primeras páginas de Recuerdos de un callejón sin salida, de la escritora Banana Yoshimoto (Tokio, 24 de julio de 1964), uno de los cuentarios más bonitos que he leído en los últimos cinco años... Miento, en mi vida como lectora.

El libro inicia con el cuento «La casa de los fantasmas», y fue ahí donde elaboré la sentencia anterior, justo cuando iba leyendo el desfile de sabores, ingredientes y paisajes otoñales que la protagonista, Secchan, describía con una tranquilidad a prueba de velocidades urbanas. Secchan tenía una voz diáfana, precisa, de una monotonía dulce que la despojaba de toda pretensión. Me dejé llevar, en verdad caí en la trampa de la traviesa Banana: ella me estaba peinando el pelo con dulzura para luego llevarme sin chistar a la fuerza de su río convulso. Y no me di cuenta. Lo más extraordinario era que, ya estando ahí, decidí quedarme a presenciar el tumulto de emociones internas que una mujer japonesa llevaba consigo y la supo transmitir a sus escenarios y a sus personajes.

Porque la voz de Yoshimoto en este libro es poderosa, muy a la oriental, claro está. Así como los dulces que tanto enumera en casi todos sus cuentos, sus palabras salen de su pluma provistas de un caparazón dulce, como de alfajor. Pero nada más morderlos, el dulce penetra más allá de lo mental. La fuerza de su prosa radica en su capacidad de mover el alma de su lector. Como el río convulso que, tímida (o sagaz), describe para enunciar lo que ha cincelado en su obra, porque «El pavor que infunde el río es el pavor y la inmensidad que suscita el fluir del tiempo» (p. 125).

Pero no se asusten, porque este libro no tiene la más mínima intención de atemorizarlos o hacerlos sufrir. Todo lo contrario. En cada una de sus páginas, la labor de Banana Yoshimoto se resume a lo siguiente: escribir tristezas de una diafanidad exquisita para hacer alquimia con ellas y trocarlas en un escudo contra la marea que implica ser mujer, ya sea en oriente u occidente. Ahora que está tan de moda la resiliencia, puedo decir con toda sinceridad que no he visto otro libro más honesto y, además, perfectamente escrito, que éste en cuestión de resiliencias. Gracias, Coelho, Osho et. al., yo me quedo en la Estación Banana y reafirmo mi teoría de que son las grandes obras literarias las que limpian el escombro que a veces guardamos en el corazón.

Los cinco cuentos que conforman este tejido de resiliencia y fonemas perfectamente embonados (no importa que estemos leyendo una traducción directa, la esencia poderosa de su autora es tal, que la traducción de Gabriel Álvarez Martínez, más que un puente, funge como vaso conductor de la vibración bananesca —y lo digo con mucho cariño antes que con burla, en verdad— y nos resuena en el oído, en la dermis y en el corazón) nos narran sucesos cotidianos cuyas autoras deciden tomarlos con una fuerza inconmensurable y un amor infinitos. A la vida, al destino, a ellas mismas.

En «La casa de los fantasmas», una chica de clase media alta, Secchan, nos cuenta cómo, a pesar de tener los cimientos perfectos para la vida armoniosa y tranquila que tanto persiguen los japoneses, es mejor a veces ceder un poco al tiempo para que la chispa del milagro ocurra. Secchan, hija de los dueños de un restaurante que vende comida occidental (con elementos clásicos de la cultura japonesa, claro está), comienza una relación amistosa con Iwakura, quien es el hijo único de un matrimonio bien avenido gracias a su éxito indudable como fabricantes y vendedores de los dulces más deliciosos de su ciudad. A diferencia de Secchan, que sueña con quedarse al mando del restaurante de sus padres cuando éstos envejezcan o falten, Iwakura desea formar su personalidad más allá de los lindes de su bondad natural, que él atribuye a su condición de hijo privilegiado. El amor en estos dos personajes llega de puntitas, como sin siquiera proponérselo y como sabiendo que se desarrolla en medio de un piso habitado anteriormente por una pareja de ancianos que ahora se aparece bajo la forma de lo fantasmal, y arremete contra ellos con una fuerza erótica implacable que, sin embargo, habrá de conocer el valor de la espera. En este cuento, como en los otros, priman las descripciones magníficas, casi de ensueño, que Yoshimoto hace del paisaje del otoño tardío y del invierno. Es un cuento simple, con final simple, pero cargado de poesía llana y sin mucho garigoleo; podríamos aseverar, tal vez, que éste es el cuento más poético de los cinco, un homenaje discreto pero poderoso a la tradición lírica japonesa.




«La luz que hay dentro de las personas», cuento donde emerge la sentencia tímida pero arrolladora de la autora al autodefinirse, sin querer tal vez, como un río, es uno de los dos cuentos más cortos. A pesar de que no existe una conexión bien lograda entre el tema con el que arranca (el río, el confluir de las personas, París) con lo que sucede después, es un texto que merece la pena ser degustado. El río al que se refiere su protagonista, una mujer solitaria que vive de observar, implacable e imparcialmente, el mundo de las personas para después verterlo en las historias que escribe, rápidamente pasa a ser un pretexto para hablar de la luz que siempre aparece en los textos consagrados, sea para aluzar al protagonista, sea para acabarlo de hundir. Y justamente es esa reflexión lo que le permite «recordar» (cuando en realidad es un mero pretexto para hablar de lo que verdaderamente le importa a su interior) a su único amigo de la infancia, Makoto. Con extraordinaria sencillez y espiritualidad, Yoshimoto despliega un personaje cálido, tierno, elevado, cándido. Makoto es un niño diferente desde las circunstancias de su nacimiento y conserva ese halo de distinción con su proceder y su pensar. Es el cuento más triste de todos, me parece a mí, pero que al mismo tiempo te permite conservar la pureza que muchos buscan en el budismo. Eso es, es un texto puro, como una burbuja de jabón perfumada de una música muy apacible. De modo que el final, aunque desgarrador, no logra sobreponerse al encuentro con la gracia perfecta de las enseñanzas de Makoto.

«La felicidad de Tomo-Chan», es, sin duda alguna, el texto más occidentalizado de los cinco. Es el único cuento hablado en tercera persona y es una maravilla que ilustra lo que en literatura se llama la batalla del personaje con su autor, poniendo muy en claro que será Banana la victoriosa en este duelo sin espada, pues a Tomo-Chan no le deja opción alguna de levantarse y cambiar el curso del destino o mover un ápice los hilos que su creadora ha diseñado expresamente para ella. La protagonista, una mujer sencilla y bastante ordinaria que ha vivido situaciones de regular tristeza y extraordinaria atrocidad, está enamorada de Misawa desde hace dos años y nunca se lo ha dicho. Quizá porque él no la hacía en su mundo, ni siquiera cuando coincidían en el comedor del edificio donde ambos trabajaban, quizá porque él tenía novia y a Tomo-Chan no le gustaría quitarle a otra lo que es suyo, quizá porque fue violada cuando era adolescente, o quizá porque es tan simple que llora con la canción Puff, The Magic Dragon. O quizá por todo lo anterior. El caso es que ahora ha sido invitada por Misawa a comer. Las expectativas son hermosas y grandes. Las sorpresas de su autora, también. Éste es el cuento donde Yoshimoto saca el filo de su espada (o sus garras afiladas, al final de cuentas, para occidente ella es una Leo) y araña a su lector con una frialdad que dan ganas de proteger a Tomo-Chan. No obstante, la capacidad de Yoshimoto de darle la vuelta de tuerca en el punto menos esperado (y no estamos hablando de la construcción narrativa, sino del aspecto emocional) y convertir el texto en una bandera al empoderamiento (que, por cierto, aún no era tan multicitado en la época en que fue escrito, el año 2003) que arropa a cualquier mujer por igual, seas o no la más hermosa, la más virtuosa o la más suertuda.

En su cuento «Recuerdos de un callejón sin salida», Yoshimoto se atreve a hablar, por fin, del tema más material, moldeable, dúctil, concreto y duro para una mujer: la desilusión amorosa. Es la historia de Mimi-Chan, una mujer de lindes marinos, de una ingenuidad magnífica gracias a la protección familiar recibida, que acaba de romper con la ilusión de la casa feliz que muchas mujeres se crean con el amor de juventud. Takanashi, su prometido, no ha dado señales de vida durante todo el verano, desde que se mudó a otra ciudad a trabajar en la matriz de la empresa donde labora. Luego, el quebranto, la realidad a secas, el tosco borrón de la ilusión creada. Una nueva ciudad que la abrazará temporalmente hasta que ella logre sanar su herida. El bar a punto de cerrar, propiedad de su tío materno. Una vida ajena a la que vivía antes de la ruptura. El encuentro con Nishiyama, el otrora niño encerrado por su padre, un literato extravagante y absorto en su mundo de ideas que lo tuvo a raya en su cuarto tras la muerte de su esposa, casi muerto de hambre, y que ahora se ha convertido en un pájaro libre que le regalará algo más que compañía y pláticas bajo los árboles que ceden a la melodía del otoño a una Mimi-Chan que ha sido forzada a adentrarse nuevamente en una oruga de emergencia.

Sin embargo, la obra maestra llega con el cuento «¡Mamáaa!» Es el más desgarrador y el más resiliente de todos. Cuenta la historia de Matzuoka, una mujer reservada al punto de la extrema contención que se dedica con vehemencia al trabajo editorial. La vida sin matices, pero fuerte, en su sentido de solidez, se ve turbada cuando un día, Yamazoe, un antiguo compañero de trabajo que fue despedido por lo que él considera fueron causas injustificadas, envenena uno de los platillos que el comedor de la editorial ofrecía ese día y que, para mala suerte (aparentemente), degusta Matzuoka. Los días siguientes a una recuperación que frente a los ojos de los demás se antojaba casi milagrosa fueron días de languidez física y tumulto emocional: Matzuoka, que tras el envenenamiento quedó mal de su hígado, poco a poco va cayendo en una espiral interior que la lleva a reconocer el veneno de raíz que le está impidiendo sanar. La escena es, verdaderamente, desgarradora. Es el cuento más sublime y más siniestro por cuanto puede llegar a tocar las fibras más sensibles de nuestros venenos ocultos, adormecidos, como la semidormida Matzuoka, que deambulaba por la vida con una languidez y una grisura que le impedía conocer la intensidad de los colores del amor y la tristeza. La cosa podría terminar mal para uno como lector de no ser porque Yoshimoto ya tiene listos los curitas, la pomada y los mimos que llegan como regalo celestial en el momento menos esperado. Es un cuento que sana, que alivia, que exorciza demonios y llama dulcemente a los pequeños (o grandes) dioses de la vida a reintegrarse con uno.

Algo que llama la atención es la constante mención del otoño y los cielos claros a lo largo de este libro. Como si de un vehículo purificador se tratara, la autora los intercala con la gracia de una doctora oriental, una poeta mística y una madre universal. Es el símil del paraíso real que se construye, no se inventa ni se descubre, tras el paso de la experiencia que dan los años, los suficientes para dejar de ser niño (más no ingenuo, nótese el símbolo constante del candor que inunda las páginas de esta obra cada vez que son nombrados Nobita Nobi y Doraemon, los personajes predilectos, al parecer, de la infancia japonesa de la segunda mitad del siglo XX) pero sin llegar a ser un anciano.

También habría que mencionar la composición perfecta que Yoshimoto hace de sus obras, especialmente en la construcción de escenas en las que aparentemente no pasa nada, salvo la estructuración de la química dual entre un hombre y una mujer. Puesto que son todas mujeres sus protagonistas y sus voces, la inclusión del género masculino no viene como parte de una utilería, sino como elemento de crecimiento espiritual, intelectual, creativo y emocional, sea por la huella dolorosa que éstos dejan en ellas, sea por su posición de guías, de gurús, de amantes o de razones para sobrevivir…

Porque este es un manual para la supervivencia que se da después de que decimos que se ha sobrevivido a todo.

Me resultó extraño, honestamente, que en su epílogo, Banana se disculpara por haber escrito cosas tan tristes. La primera vez que leí esto, pensé que yo estaba en una frecuencia, o bien depresiva, o bien algo frívola, al sentir sus cuentos como bálsamos que actuaron en consecuencia con mis fantasmas y preocupaciones del momento. Sin embargo, al releer el párrafo y continuar leyendo los siguientes, comprendí que ella misma entendió el valor de su obra, justamente, el de ser un libro purificador. Pero otra vez el río de Yoshimoto nos ha querido engañar, sin querer ser mala o traviesa, más bien por cuestiones de una profunda humildad.
Recuerdos de un callejón sin salida es, por mucho, una obra maestra. Leerla ha sido uno de los regalos más bonitos que me ha dado la vida.

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Recuerdos de un callejón sin salida. Banana Yoshimoto. Tusquets Editores México, colección Andanzas (1ª Ed. 2012; 1ª reimpresión, mayo de 2016). 212 págs. (También se encuentra en edición de bolsillo en la colección Maxi Tusquets.)