Recuerdos
de un callejón sin salida
de Banana Yoshimoto
Marlén
Curiel-Ferman
Soaring high in the sky,
He may be
small but only in size.
Astroboy,
Astroboy,
He is
brave and gentle and wise!
Cuando
escuchaba esa canción a mis siete años, en el invierno de 1990, algo mayor a mí
y que era yo misma sintió (o supo) que mi relación con Japón iba a ser una
mezcla de melancolía y épica, aliñada, quizá, por algún sentimiento de una
alegría no registrable en occidente. Se me hacía tremendamente triste aquella
canción, en parte porque se oía vieja y distante, y en parte, quizá, porque me
recordaba que ya se acercaba la noche y yo aún no terminaba mi tarea. En fin, que
la canción con la que abrían los créditos de la caricatura Astroboy (Osamu Tezuka, 1980-1981), se me quedó marcada durante
mucho tiempo, como esas veces en las que en el fondo sientes que una punta del
hilo que representa ese recuerdo algún día se conectará, por azares del
destino, con su contraparte, y se hará un todo, y es ese todo el que te grita,
desde la lejanía del tiempo (sin importar que no estés de humor o que sea
inoportuno en aquellos momentos de tedio, cuando la cotidianidad se presta para
la reflexión cuasi filosófica), que la otra punta vendrá. Y todo será circular
y reparador.
Encontré
al fin la otra punta de ese hilo hace dos semanas en un libro. Uno que tiene la
dedicatoria a uno de los maestros del manga japonés, Fujiko F. Fujio. La puerta
al mundo interior de una niña que ahora es grande se me abría con la misma
intimidad con la que tu mejor amiga te enseña los pasajes más tiernos de su
existencia.
«Leerla
en este libro es igual a cuando te peinan el pelo con suavidad o como comerse
un dulce tras un día sin mucha originalidad ni nada particular. Se siente
bonito, pues.» Eso pensaba mientras me adentraba en las primeras páginas de Recuerdos de un callejón sin salida, de
la escritora Banana Yoshimoto (Tokio, 24 de julio de 1964), uno de los
cuentarios más bonitos que he leído en los últimos cinco años... Miento, en mi
vida como lectora.
El
libro inicia con el cuento «La casa de los fantasmas», y fue ahí donde elaboré
la sentencia anterior, justo cuando iba leyendo el desfile de sabores,
ingredientes y paisajes otoñales que la protagonista, Secchan, describía con
una tranquilidad a prueba de velocidades urbanas. Secchan tenía una voz
diáfana, precisa, de una monotonía dulce que la despojaba de toda pretensión.
Me dejé llevar, en verdad caí en la trampa de la traviesa Banana: ella me
estaba peinando el pelo con dulzura para luego llevarme sin chistar a la fuerza
de su río convulso. Y no me di cuenta. Lo más extraordinario era que, ya
estando ahí, decidí quedarme a presenciar el tumulto de emociones internas que
una mujer japonesa llevaba consigo y la supo transmitir a sus escenarios y a
sus personajes.
Porque
la voz de Yoshimoto en este libro es poderosa, muy a la oriental, claro está.
Así como los dulces que tanto enumera en casi todos sus cuentos, sus palabras
salen de su pluma provistas de un caparazón dulce, como de alfajor. Pero nada
más morderlos, el dulce penetra más allá de lo mental. La fuerza de su prosa
radica en su capacidad de mover el alma de su lector. Como el río convulso que,
tímida (o sagaz), describe para enunciar lo que ha cincelado en su obra, porque
«El pavor que infunde el río es el pavor y la inmensidad que suscita el fluir
del tiempo» (p. 125).
Pero
no se asusten, porque este libro no tiene la más mínima intención de
atemorizarlos o hacerlos sufrir. Todo lo contrario. En cada una de sus páginas,
la labor de Banana Yoshimoto se resume a lo siguiente: escribir tristezas de
una diafanidad exquisita para hacer alquimia con ellas y trocarlas en un escudo
contra la marea que implica ser mujer, ya sea en oriente u occidente. Ahora que
está tan de moda la resiliencia, puedo decir con toda sinceridad que no he
visto otro libro más honesto y, además, perfectamente escrito, que éste en
cuestión de resiliencias. Gracias, Coelho, Osho et. al., yo me quedo en la Estación Banana y reafirmo mi teoría de
que son las grandes obras literarias las que limpian el escombro que a veces
guardamos en el corazón.
Los
cinco cuentos que conforman este tejido de resiliencia y fonemas perfectamente
embonados (no importa que estemos leyendo una traducción directa, la esencia
poderosa de su autora es tal, que la traducción de Gabriel Álvarez Martínez,
más que un puente, funge como vaso conductor de la vibración bananesca —y lo digo con mucho cariño antes que con
burla, en verdad— y nos resuena en el oído, en la dermis y en el corazón) nos
narran sucesos cotidianos cuyas autoras deciden tomarlos con una fuerza
inconmensurable y un amor infinitos. A la vida, al destino, a ellas mismas.
En
«La casa de los fantasmas», una chica de clase media alta, Secchan, nos cuenta
cómo, a pesar de tener los cimientos perfectos para la vida armoniosa y
tranquila que tanto persiguen los japoneses, es mejor a veces ceder un poco al
tiempo para que la chispa del milagro ocurra. Secchan, hija de los dueños de un
restaurante que vende comida occidental (con elementos clásicos de la cultura
japonesa, claro está), comienza una relación amistosa con Iwakura, quien es el
hijo único de un matrimonio bien avenido gracias a su éxito indudable como
fabricantes y vendedores de los dulces más deliciosos de su ciudad. A
diferencia de Secchan, que sueña con quedarse al mando del restaurante de sus
padres cuando éstos envejezcan o falten, Iwakura desea formar su personalidad
más allá de los lindes de su bondad natural, que él atribuye a su condición de
hijo privilegiado. El amor en estos dos personajes llega de puntitas, como sin
siquiera proponérselo y como sabiendo que se desarrolla en medio de un piso
habitado anteriormente por una pareja de ancianos que ahora se aparece bajo la
forma de lo fantasmal, y arremete contra ellos con una fuerza erótica
implacable que, sin embargo, habrá de conocer el valor de la espera. En este
cuento, como en los otros, priman las descripciones magníficas, casi de
ensueño, que Yoshimoto hace del paisaje del otoño tardío y del invierno. Es un
cuento simple, con final simple, pero cargado de poesía llana y sin mucho
garigoleo; podríamos aseverar, tal vez, que éste es el cuento más poético de
los cinco, un homenaje discreto pero poderoso a la tradición lírica japonesa.
«La
luz que hay dentro de las personas», cuento donde emerge la sentencia tímida
pero arrolladora de la autora al autodefinirse, sin querer tal vez, como un
río, es uno de los dos cuentos más cortos. A pesar de que no existe una
conexión bien lograda entre el tema con el que arranca (el río, el confluir de
las personas, París) con lo que sucede después, es un texto que merece la pena
ser degustado. El río al que se refiere su protagonista, una mujer solitaria
que vive de observar, implacable e imparcialmente, el mundo de las personas
para después verterlo en las historias que escribe, rápidamente pasa a ser un
pretexto para hablar de la luz que siempre aparece en los textos consagrados,
sea para aluzar al protagonista, sea para acabarlo de hundir. Y justamente es
esa reflexión lo que le permite «recordar» (cuando en realidad es un mero
pretexto para hablar de lo que verdaderamente le importa a su interior) a su
único amigo de la infancia, Makoto. Con extraordinaria sencillez y espiritualidad,
Yoshimoto despliega un personaje cálido, tierno, elevado, cándido. Makoto es un
niño diferente desde las circunstancias de su nacimiento y conserva ese halo de
distinción con su proceder y su pensar. Es el cuento más triste de todos, me
parece a mí, pero que al mismo tiempo te permite conservar la pureza que muchos
buscan en el budismo. Eso es, es un texto puro, como una burbuja de jabón
perfumada de una música muy apacible. De modo que el final, aunque desgarrador,
no logra sobreponerse al encuentro con la gracia perfecta de las enseñanzas de
Makoto.
«La
felicidad de Tomo-Chan», es, sin duda alguna, el texto más occidentalizado de
los cinco. Es el único cuento hablado en tercera persona y es una maravilla que
ilustra lo que en literatura se llama la batalla del personaje con su autor,
poniendo muy en claro que será Banana la victoriosa en este duelo sin espada,
pues a Tomo-Chan no le deja opción alguna de levantarse y cambiar el curso del
destino o mover un ápice los hilos que su creadora ha diseñado expresamente
para ella. La protagonista, una mujer sencilla y bastante ordinaria que ha
vivido situaciones de regular tristeza y extraordinaria atrocidad, está
enamorada de Misawa desde hace dos años y nunca se lo ha dicho. Quizá porque él
no la hacía en su mundo, ni siquiera cuando coincidían en el comedor del
edificio donde ambos trabajaban, quizá porque él tenía novia y a Tomo-Chan no
le gustaría quitarle a otra lo que es suyo, quizá porque fue violada cuando era
adolescente, o quizá porque es tan simple que llora con la canción Puff, The Magic Dragon. O quizá por todo
lo anterior. El caso es que ahora ha sido invitada por Misawa a comer. Las
expectativas son hermosas y grandes. Las sorpresas de su autora, también. Éste
es el cuento donde Yoshimoto saca el filo de su espada (o sus garras afiladas,
al final de cuentas, para occidente ella es una Leo) y araña a su lector con
una frialdad que dan ganas de proteger a Tomo-Chan. No obstante, la capacidad
de Yoshimoto de darle la vuelta de tuerca en el punto menos esperado (y no
estamos hablando de la construcción narrativa, sino del aspecto emocional) y
convertir el texto en una bandera al empoderamiento (que, por cierto, aún no
era tan multicitado en la época en que fue escrito, el año 2003) que arropa a
cualquier mujer por igual, seas o no la más hermosa, la más virtuosa o la más
suertuda.
En
su cuento «Recuerdos de un callejón sin salida», Yoshimoto se atreve a hablar,
por fin, del tema más material, moldeable, dúctil, concreto y duro para una
mujer: la desilusión amorosa. Es la historia de Mimi-Chan, una mujer de lindes
marinos, de una ingenuidad magnífica gracias a la protección familiar recibida,
que acaba de romper con la ilusión de la casa feliz que muchas mujeres se crean
con el amor de juventud. Takanashi, su prometido, no ha dado señales de vida
durante todo el verano, desde que se mudó a otra ciudad a trabajar en la matriz
de la empresa donde labora. Luego, el quebranto, la realidad a secas, el tosco
borrón de la ilusión creada. Una nueva ciudad que la abrazará temporalmente
hasta que ella logre sanar su herida. El bar a punto de cerrar, propiedad de su
tío materno. Una vida ajena a la que vivía antes de la ruptura. El encuentro
con Nishiyama, el otrora niño encerrado por su padre, un literato extravagante
y absorto en su mundo de ideas que lo tuvo a raya en su cuarto tras la muerte
de su esposa, casi muerto de hambre, y que ahora se ha convertido en un pájaro
libre que le regalará algo más que compañía y pláticas bajo los árboles que
ceden a la melodía del otoño a una Mimi-Chan que ha sido forzada a adentrarse
nuevamente en una oruga de emergencia.
Sin
embargo, la obra maestra llega con el cuento «¡Mamáaa!» Es el más desgarrador y
el más resiliente de todos. Cuenta la historia de Matzuoka, una mujer reservada
al punto de la extrema contención que se dedica con vehemencia al trabajo
editorial. La vida sin matices, pero fuerte, en su sentido de solidez, se ve
turbada cuando un día, Yamazoe, un antiguo compañero de trabajo que fue
despedido por lo que él considera fueron causas injustificadas, envenena uno de
los platillos que el comedor de la editorial ofrecía ese día y que, para mala
suerte (aparentemente), degusta Matzuoka. Los días siguientes a una
recuperación que frente a los ojos de los demás se antojaba casi milagrosa
fueron días de languidez física y tumulto emocional: Matzuoka, que tras el
envenenamiento quedó mal de su hígado, poco a poco va cayendo en una espiral
interior que la lleva a reconocer el veneno de raíz que le está impidiendo
sanar. La escena es, verdaderamente, desgarradora. Es el cuento más sublime y
más siniestro por cuanto puede llegar a tocar las fibras más sensibles de
nuestros venenos ocultos, adormecidos, como la semidormida Matzuoka, que
deambulaba por la vida con una languidez y una grisura que le impedía conocer
la intensidad de los colores del amor y la tristeza. La cosa podría terminar
mal para uno como lector de no ser porque Yoshimoto ya tiene listos los
curitas, la pomada y los mimos que llegan como regalo celestial en el momento
menos esperado. Es un cuento que sana, que alivia, que exorciza demonios y
llama dulcemente a los pequeños (o grandes) dioses de la vida a reintegrarse
con uno.
Algo
que llama la atención es la constante mención del otoño y los cielos claros a
lo largo de este libro. Como si de un vehículo purificador se tratara, la
autora los intercala con la gracia de una doctora oriental, una poeta mística y
una madre universal. Es el símil del paraíso real que se construye, no se
inventa ni se descubre, tras el paso de la experiencia que dan los años, los
suficientes para dejar de ser niño (más no ingenuo, nótese el símbolo constante
del candor que inunda las páginas de esta obra cada vez que son nombrados
Nobita Nobi y Doraemon, los personajes predilectos, al parecer, de la infancia
japonesa de la segunda mitad del siglo XX) pero sin llegar a ser un anciano.
También
habría que mencionar la composición perfecta que Yoshimoto hace de sus obras,
especialmente en la construcción de escenas en las que aparentemente no pasa
nada, salvo la estructuración de la química dual entre un hombre y una mujer.
Puesto que son todas mujeres sus protagonistas y sus voces, la inclusión del
género masculino no viene como parte de una utilería, sino como elemento de
crecimiento espiritual, intelectual, creativo y emocional, sea por la huella
dolorosa que éstos dejan en ellas, sea por su posición de guías, de gurús, de
amantes o de razones para sobrevivir…
Porque
este es un manual para la supervivencia que se da después de que decimos que se
ha sobrevivido a todo.
Me
resultó extraño, honestamente, que en su epílogo, Banana se disculpara por
haber escrito cosas tan tristes. La primera vez que leí esto, pensé que yo
estaba en una frecuencia, o bien depresiva, o bien algo frívola, al sentir sus
cuentos como bálsamos que actuaron en consecuencia con mis fantasmas y
preocupaciones del momento. Sin embargo, al releer el párrafo y continuar
leyendo los siguientes, comprendí que ella misma entendió el valor de su obra,
justamente, el de ser un libro purificador. Pero otra vez el río de Yoshimoto
nos ha querido engañar, sin querer ser mala o traviesa, más bien por cuestiones
de una profunda humildad.
Recuerdos de un callejón sin
salida es, por mucho, una obra maestra. Leerla ha sido uno de los
regalos más bonitos que me ha dado la vida.
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. . . . . . . . . . . . . .
Recuerdos
de un callejón sin salida. Banana Yoshimoto.
Tusquets Editores México, colección Andanzas (1ª Ed. 2012; 1ª reimpresión, mayo
de 2016). 212 págs. (También se encuentra en edición de bolsillo en la
colección Maxi Tusquets.)