Soundtrack para
paliar el desencanto:
Chernóbil
de
Iliana Olmedo
Marlén Curiel Ferman
¿Qué es la humanidad, cuando se la
ubica en el centro de la historia? ¿Una suerte de película musical que depende
del desacierto —o el gran atino— de su creador a la hora de escogerle la
música? ¿Un conjunto de variables capaz de actuar como una sola cosa, y dentro
de esa unicidad, realizar el error más grande del mundo? ¿Una impronta de
energía en un lugar y tiempo determinados? Y si le hacemos una biopsia a la
humanidad, es decir, si tomamos una muestra de su tejido, ¿qué resulta, dentro
de la gran historia? ¿Una unidad sufriendo una catástrofe a escala, al
reproducirse en ella los «maxi» fenómenos históricos, con su respectiva
tropicalización? ¿Eso que llamamos microhistoria
y que, por el mal sino que lleva implícito en el nombre, termina como algo sin
importancia y destinado a ser desechado, como son desechadas todas las
experiencias individuales de la humanidad, casi igual a como lo hacemos con las
pelusas que se aferran al filtro de la secadora para después terminar,
inevitablemente, en el cesto de la basura?
Estas preguntas probablemente hayan
sido agua común para filósofos, maestros, carpinteros y cocineros durante
siglos, y muy probablemente a ellas les hayan llegado respuestas fatídicas y
una que otra de un cariz mucho más esperanzador y alentador, para hacerle
contrapeso: no en balde nos encontramos con una serie de disquisiciones
filosóficas contrapuestas para el estudio de un mismo fenómeno, dentro de una
misma época. Sin embargo, para nosotros, los pertenecientes a la Generación del Desencanto, las
respuestas no terminan con esta contraparte feliz… ¿O sí?
Señoras y señores, lo que van ustedes a
presenciar a partir del momento en que abran esta obra, es un fragmento de las
muchas refracciones que la ominosa luz del desencanto ha dejado caer sobre
nuestras cabezas. De verdad quisimos que nuestro soundtrack tuviera como fondo canciones lindas, como What a wonderful world de Louis
Armstrong, pero el presupuesto generacional no nos alcanzó más que para poner
rolitas como Here comes the flood de
Peter Gabriel. Ya si nos queremos ver más alegres, pues tenemos otras, como The Logical Song de Supertramp. Pero
nada más.
Curioso, porque la mayoría de nosotros,
los quejumbrosos hijos de la Perestroika y el hundimiento de la URSS, no
tenemos canciones soviéticas para narrar, musicalmente, lo que nos ocurre: que
nacimos en el lugar equivocado, en el momento incorrecto, para cosechar la
esperanza. A nosotros nos tocó la ficha
roja, la que nos mandó a volar los ideales de los contrapesos, el
humanismo, la solidaridad (en realidad, somos el fruto de un proyecto
maquiavélico que llevó ese nombre, alrededor de 1988-1990, en México) y la
fraternidad. O al menos eso pensamos. Porque de otro modo, no podrían existir
libros como el que a continuación vamos a conocer: Chernóbil, de Iliana Olmedo.
Resulta aterradora la idea, a priori,
de abrir un libro que fungirá como caja de Pandora, después de estos casi
treinta años de haber enterrado lo que nuestros padres lustraron con tanto
esmero, con tanto aliño, con tanto amor. Ver la palabra ‘Chernóbil’ en la
portada del libro, sugiere un viaje hacia la profundidad de los recuerdos
cerrados bajo llave, que debieron quedarse así porque no tuvieron resolución
cuando en su momento fueron un problema ontológico, sociológico y
antropológico. Ver la rueda de la fortuna, tan desafortunada en esa ciudad de
herrumbre y residuos nucleares, es, por decirlo así, casi como cavar en el
corazón y revivir esa canica negra que nos creció desde muy niños, cuando nos
dijeron que el sueño se acababa. Un sueño que, según fuimos descubriendo
conforme fuimos ganando títulos universitarios y engullendo lecturas con la
tolerancia que deben desarrollar las víctimas de un gran trauma, ya era una
pesadilla.
Porque la URSS falló. Y no porque el
sistema que la estructuraba estuviera putrefacto. Falló por aquello que lo
movía. Nosotros, los humanos.
Así, pues, animarse a adentrarse a las
páginas de este libro implica una dosis de valentía y apertura para
reencontrarse con aquello que fuimos y lo que quisimos ser. Con aquello que se
convirtió en tentativa, en esa odiosa vía alterna dimensional que aquí nunca
sucederá. Y es que no se puede traer consigo un tanque de oxígeno, pues no se
va a bucear; tampoco un paracaídas, porque no hay terreno que espere para el
feliz aterrizaje, al menos físicamente hablando. Se entra con la desnudez
emocional de cada uno, la de los 7, 10, 14 años, y nada más. A tientas.
Impelido por la fuerza de atracción que impone la obra; hay algo magnético que
te dice: «Ven, aquí no hay más daño. Ya todo está perdido. Vayamos por aquello
que nos correspondía». Y de pronto uno se encuentra intuyendo que eso es
verdad.
Iliana Olmedo inicia su obra con un
acto de purificación. En su epígrafe bendice la continuidad de la especie
humana a través de una canción tradicional japonesa. Acto seguido, nos presenta
el diario de Daniela Arenas, la niña que creció en el centro de una hecatombe. Nuclear,
ideológica, familiar. El bildungsroman
o novela de aprendizaje que hila con paciencia y ternura nos lleva hacia el
análisis de esas capas de cebolla que dejamos a buen resguardo y de las cuales
pronto saldrán haces de luz, una interior, que nos hará mirarnos de otra
manera. Su estructura, magistralmente cosida a mano, salta de un año a otro,
llevándonos a la pista de las verdaderas canciones que componen el soundtrack de nuestra generación: las
canciones repletas de silencio. De televisiones y periódicos plagadas de una
verborrea que llevaba implícito el delicioso silencio con el que fueron
tapiadas nuestras preguntas; de reflexiones mirando hacia el techo durante
horas infinitas, las pertenecientes a la infancia y la preadolescencia; de los
deseos mundanos y los ideales adolescentes que chocan maravillosamente, como el
oleaje producido por la unión de dos mares; de los reveses sufridos en la
primera adultez, cuando se es joven y totalmente libre para echar a perder esa
juventud; de las respuestas maduras que llegan como un vaso de agua
carbonatada, liberando el eructo de la amargura y, al mismo tiempo, liberando
el sistema digestivo de aquello que nos impide caminar hacia adelante.
La historia, que comprende el período que
va desde 1986 hasta 2016, narra la vida de la hija menor de una familia
capitalina de clase media alta, dividida, como era natural en aquella época,
por los ideales rigurosos de uno (o ambos) de los padres, versados en el
socialismo, y la necesidad de flotar dignamente dentro de un sistema económico
mexicano, el cual, a pesar de ser en aquella época más socialista que en estos
tiempos, orillaba a sus cabezas a optar por un modo de vida más burgués que
soviético. Tres tragedias marcan inexorablemente la vida de la protagonista: la
desaparición de su padre y la explosión de la planta nuclear de Chernóbil,
ambas ocurridas en 1986; y el suicidio de su hermana mayor, Paula, en 2016. Con
esas tres tragedias, Daniela va elaborando un camino tejido a mano y tinta, a
través de las múltiples entradas que va dejando en los diarios que atestiguan
su crecimiento a lo largo de treinta años, y que le muestran, como el proceso
antiguo del revelado de la fotografía, las caras originales de la caída: si el
lector es respetuoso de las líneas que Daniela va trazando desde pequeña y las
sigue con sigilo y atención, podrá entender y descubrir que la raíz de la
oscuridad no atiende a la desmitificación y caída de un sistema (en este caso
la URSS, su fallida planta nuclear en Chernóbil, que corre de manera análoga a
la caída de la familia), sino a la podredumbre que pulula desde tiempo atrás,
incluso antes de haber sido instaurado dicho sistema.
Tal y como le pasó a Ucrania, que antes
de ser parte de la URSS tuvo un pasado medieval rico y latifundista, la familia
Arenas Vega arranca con la presencia de un señor feudal, su patriarca Ricardo
Vega (que representa al Rus de Kiev, el ahora latifundio malherido que llegó
lesionado y viejo como para enfrentar de manera limpia a los soviéticos), quien
se opondrá, hasta el final de sus días, a que el progreso científico, los
valores de justicia y libertad, representados por Fernando Arenas, el nuevo
patriarca (que representa, a su vez, la parte noble, el ideal soviético, la
URSS misma), irrumpa con su revolución y quebrante el confort y la voluntad de
aquél. De esta manera, nos encontramos con una familia destinada a su propio
Holodomor, esto es, a la hambruna, pero en este caso del ser, que arrasa con
las vidas de los tres hijos y su agregado cultural: Rafael, el hermano mayor;
Paula, la hermana mayor; Daniela, la hermana menor, y Hugo o el Pepino, que fungirá como un elemento
cohesionador, aunque tóxico, dentro de esta comuna soviético-mexicana que está
destinada a perecer, más por su ascendente latifundista, representada por el
abuelo, que por la censura que impera en el México de los años 70 y 80, aunque
ella juega un papel importantísimo dentro de su historia.
La desaparición de Fernando Arenas (un
físico nuclear nacido del hongo de Hiroshima, ferviente creyente del progreso
nacional gracias al empleo de la energía nuclear generada por el propio país)
por cuestiones de su activismo (estaba en contra de la CFE y todo lo que
tuviera que ver con la organización nacional en el reparto de la energía y la
ciencia) pone de relieve la situación preponderante en aquella época: mientras
en Europa Oriental se vivían los últimos años de un sistema que prometió
florecer en medio de la tundra, en México nos debatíamos entre la libertad para
progresar y el miedo a los mecanismos de los que disponía la dictadura
perfecta. De alguna manera, Daniela lo intuye y, a pesar de haberlo perdido
cuando ella tenía 9 años, sigue su rastro hasta moldearlo dentro de sí como su
filosofía, la única que le permitirá salir a flote de ese mundo de prohibiciones
y mutilaciones emocionales e ideológicas.
Alrededor de Daniela, que representa,
de alguna manera, la ingenuidad de la juventud que se entregó al sistema
soviético sin reparar en los errores evidentes que éste venía manejando desde
el estalinismo, giran una serie de satélites artificiales que la dañan tanto
como creen amarla:
Una madre neurótica, dolida por la
ausencia y la traición de su marido, incapaz de hacerse cargo de nutrir a su
familia; representante, dentro de esta analogía, de una matria rusa que es
abandonada en un rincón y desde ahí da palos de ciego (en este caso, golpes a
los niños);
un hermano, Rafa, guitarrista
adolescente que crecerá como un clasemediero más, incapaz de decidir si no es
ayudado por la mano dura que se esconde detrás del elemento más tóxico e
imperceptible de la novela, y que representa la indolencia
artístico-intelectual soviética que pudo haber dicho algo para enderezar las
cosas, pero prefirió callar en tanto siguiera siendo comprado por las
comodidades que el resto de la colectividad rusa no tenía (se puede estudiar
también esta figura arquetípica en la obra El
maestro y Margarita de Bulgákov);
una hermana, Paula, epítome de la
belleza perfecta y, por tanto, objeto de la perversión de su virtud a manos del
patriarca feudal, el abuelo materno; y que representa —gracias a la habilidad
literaria de Olmedo, quien no instintivamente, sino con todo el peso del
estudio de la literatura universal—, a la Rusia Soviética, corrompida y loca,
que debe morir. En este punto, habría que remarcar que Iliana Olmedo logra
colocar a este personaje y su arquetipo a la par de lo que Tolstói hizo con su Ana Karénina: si se vuelve a leer esta
obra, se descubrirá que su protagonista, Ana, constituye el mensaje oculto de
su autor: había que matar a la Rusia disoluta, alienada, perdida, encarnada en
ella, la mujer bellísima que subyugaba y se dejaba subyugar para maldición de su
progenie. Del mismo modo en que esto ocurre, pero al otro extremo, encontramos
a Paula Soviet, harta de las falsedades
que al interior de su casa-país suceden, presa de las artimañas de un mundo
adulto que no conoce la virtud, a excepción del padre, quien no logra salvarla
a pesar de su conciencia clara sobre las cosas que pasan;
un amigo-amante-seductor, el actante
que incita a Daniela a emprender el viaje del héroe únicamente para luego unírsele,
como lapa, el resto de la tropa traumada, y crecer como el liquen, aferrada a
su espalda, succionando su vitalidad y su cordura: Hugo o el Pepino, uno de los elementos más tóxicos dentro de esta dinámica
familiar, precisamente por la invisibilidad de su mano dura y abrasiva, que
primero circunda con amor al ser en vías de exterminio para luego soltarle el
fuego de su poder. Es el estalinista por excelencia que continúa el Holodomor
iniciado por el abuelo y sostenido por la madre; el pan mohoso y comunal, el
sosiego aletargador y la esperanza ácima y ambigua; y la destrucción y la
dictadura a la vez, y
una amiga-amante-madre, Raquel, el
personaje que revierte el proceso negativo de este viaje del héroe al que
Daniela es expulsada sin siquiera ella desearlo, el amor que despega y vuelve a
pegar los fragmentos de los que ella se compone, y que representaría el
arquetipo de alguna diosa pagana, una ondina, tal vez, que con su agua apaga el
fuego de las Babá Yagás que circundan el terrorífico mundo de la pequeña, quien
por cierto nunca deja de serlo hasta que decide romper la tradición materna de
la sumisión y el exterminio, e iniciar su propia tribu al convertirse en madre
y cerrar para siempre la puerta de aquello que no funcionó jamás.
El conjunto de estos personajes da como
resultado la reproducción de una célula viviente, traída desde Ucrania, que
viene a padecer la decadencia, producto de la explosión de la enorme energía
que los unía, explosión que su protagonista intenta expresar a través de la
fotografía de su entorno, en una especie de viaje de afuera hacia adentro.
A este respecto, el viaje que su autora
la obliga a hacer, es, a primera vista, un viaje cruel en donde los fragmentos
están tan bien unidos que son imposibles de analizar, en un intento de
reconocimiento y recomposición de las cosas. Sin embargo, Olmedo consigue darle
un remache con hilo de oro: cuando pareciera que todo está perdido, la
protagonista se encuentra frente a la vida. La que emerge de ella, de su arte
fotográfico (la parte de la novela en donde visita Chernóbil, a veinte años de
la explosión, es uno de los pasajes que se constituyen, desde ya, en uno de los
más hermosos de la literatura mexicana: combina con delicadeza la belleza de la
distorsión y la monstruosidad, del vacío, el abandono y el sueño dorado, ahora
oxidado, con la fuerza del enfrentamiento de aquella parte abrasada,
erosionada, de la protagonista, contra la vida extraña que surge desde la
tierra ucraniana, alimentada por partículas nuevas, dañinas, mutables y
mutantes), de su capacidad de ser madre a pesar de los miedos que la circundan,
a pesar de los rencores que quisieron carcomerla. A pesar de la oscuridad en la
que su corazón caminó, dando tumbos.
La constante mención de los hongos
nucleares dibujados en las esquinas de las libretas de Daniela, de los brazos
que la interpelan en esos diálogos sin fin, de las aves que admira y retrata de
vez en cuando, de las bolas de masa que la atragantan, y de esas otras que
escupen ella y su hermana, cuando juegan; así como los zapatos que coleccionan
ella y Hugo, en su intento por hacer LA
instalación por excelencia, constituyen la ornamentación arquetípica con la
que Iliana Olmedo construye su castillo narrativo: significan la presencia de
la fuga de algo llamado matria y la lucha humana, colectiva, que se sabe dentro
de un espacio a punto de explotar y que por tanto debe salir al exterior, así
sea caminando en círculos, marchando hacia la libertad para luego quedarse,
temporalmente, atorada en el cuello de botella que implicó para ella la URSS en
sus últimos días; o aleteando con sus brazos porque no son aves. Aunque
deberían, aunque merecieran serlo.
Chernóbil, de Iliana Olmedo, tiene el valor
adicional, como ya se ha comentado, de traer las canciones que nos faltaron a
los de esta generación desencantada, que, a falta de canciones soviéticas,
canta las de este otro lado del mundo. Prueba de ello son las líricas
reveladoras de la canción fundacional de El
Cuarto Dormitorio, agrupación de Rafa y Hugo: «El otro día iba caminando
por la calle / entonces, decidí / que me iba a otro país / a escapar de todo lo
que hago aquí / y escapar y encontrar / una puerta, una salida / al lugar donde
yo / de verdad quisiera estar». Gracias a esta canción, quienes sentimos que
fuimos despojados de algo, sea fantasía o no, podemos comprarnos un boleto sin
retorno —pues es un viaje desde la melancolía de las vías de la mente y el
corazón—, hacia aquel país que nos
fue vedado: El Encanto.
Léanla, óiganla, interiorícenla. Esta
novela es, por mucho, el documento restaurador de las cosas que hemos perdido.
. . . . . . . . . . . . . . .
Chernóbil. Iliana Olmedo. Siglo XXI Editores-Universidad
Nacional Autónoma de México-Colegio de Sinaloa (15º Premio Internacional de
Narrativa 2017; 1ª. Ed. 2018). 178 págs.
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