Perorata
o
La
epopeya de los vencidos
de Luis Felipe Lomelí
Marlén Curiel-Ferman
Un golpe
seco y todo se salió de este universo. Suspendidos, los seres que sobrevivieron
el horror de la guerra del narco no tuvieron otra alternativa más que la de
sobrevolar (más que sobrevivir) en la fisura resultante tras la ruptura del
equilibrio entre el tiempo, la vida como ciclo natural y el espacio. Se
resignaron a experimentar sueños vívidos y realidades oníricas. Fueron
testigos. Fueron soldados. Fueron mártires. Luego, fueron fotografías.
Luis
Felipe Lomelí (Jalisco, 1975), parte de esta noción para hacer su más reciente
obra, Perorata (Abismos Casa
Editorial, México, 2019), la cual recopila una serie de cuentos acreedores al
Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2017 en la categoría de narrativa,
además de otros que fueron previamente publicados en diversas revistas y
antologías literarias. Todos reúnen un factor común: la guerra del narco. Pero
no son como aquellos otros cuentos, previos al horror, donde se contaba con
lujo de detalle y morbo las peripecias de los antihéroes que poblaron el nuevo
mito del narcotraficante y su ascenso como referente de las masas. No. Lomelí
decide recoger los registros de voces suplicantes, los murmullos de sus preces;
los sube a un escenario compartido y los dota de una fuerte carga dramática que
los convierte en los protagonistas de su propia aria y, al mismo tiempo, en
elementos móviles que permean la rigurosidad de la foto a la que fueron
relegados, al grado de convertirla en escenas de películas, a ratos
minimalistas, a ratos surrealistas, a ratos hiperrealistas. La virtud del
sentimiento humano se sobrepone a la estadística y la cosificación de los
victimados: cantan sus pasos imantados y dolidos sobre la duela del pasmo y el
horror, pero al mismo tiempo luchan desde su derrota con lo único que les queda:
el amor y la ternura.
Perorata es, pues, la epopeya de
los vencidos.
Los
niveles con los que está tejido el entramado de cada una de las historias son
tan múltiples y ricos que su lectura, tanto en la pieza como en la totalidad de
la obra, da pie a una serie de apreciaciones, desde la antropológica hasta la
lingüística, pasando por la histórica y la referencial.
Podría
decirse, en principio, que la obra está construida a manera de un homenaje que
el propio autor le da a su origen, Jalisco, en parte porque es ahí donde
comienza una parte de la guerra del narco, pero más bien porque es ahí donde
inicia su propia cosmogonía: Lomelí da pincelazos de memorias de infancia y
juventud a través de los objetos, animales, lugares, comidas y regionalismos con
los cuales va construyendo el núcleo/ombligo de esta obra, pero también la
torre desde la cual emite su declaración de principios y su discurso a favor de
la justicia social. Cuentos como «Arandas» y «Gabriel se puso malo otra vez» lo
corroboran e incluso le abren las puertas a lo que el autor intenta, con
bastante acierto, dar al lector/espectador con respecto a cómo quiere que sean
vistos sus protagonistas (en su gran mayoría masculinos), en una jerarquización
bien delimitada, a saber, soldado, padre, hombre, niño y mártir. Todos sus
personajes sufren, pero por las razones equivocadas: fueron obligados a
permanecer en el escenario de la muerte, a atestiguar por la eternidad los
alcances del reino del narco y la indolencia que mostró, en su momento, el Estado;
sus personajes padecen su nueva realidad, pero no por ellos mismos, sino por
aquellos a quienes se supone deberían haber cuidado: en todos los cuentos
aparecen otros personajes, casi siempre niños o esposas, que dependen de la
virtud viril para no perecer, y si lo llegan a hacer, para no ser olvidados. Se
da entonces el juego de la permanencia, aunque algunos protagonistas deban
comer sin apetito o tomar vitaminas «para no agotarse»; a pesar de que su
físico no dé para mucho, sea por edad o por complexión.
Es desde
este centro del dolor u ombligo geográfico-referencial de donde parten otras
historias hacia otros puntos geográficos y orgánicos: el norte o la cabeza con
cuentos como «Luces», «Jefe de Jefes» y «La nueva era»; el centro o el pecho y
los brazos, con «Parte de familia», «Las nubes» y «El informante», y el sur o
los pies, con «Somos gente de mar». Todos ellos forman parte de un cuerpo
acribillado, doliente, que camina con sus pasos del más allá entre el verdor,
el hedor de las grandes ciudades, el mar y la sequía. Todos ellos funcionan
como puentes para otras historias que se dan en los intersticios del cuerpo, a
saber, las coyunturas de las extremidades, ya inmóviles («El espantapájaros», «Verde
era el color que era»), y la reflexión y la evocación como arma de
supervivencia («Epístola del asesino», «San Francisco»).
Lomelí
apuesta en Perorata por la tesis de
la alteración de los ciclos naturales, vistos no solamente como aquel derecho
inherente a vivir el ciclo de la vida que se perdió tras la invasión, sino
también como aquello que afecta directamente al propio contexto o universo.
Saca entonces su otro oficio, el de científico, y narra, a lo largo de estos
cuentos, los patrones anómalos de la luz, las plantas, los insectos y los
animales (específicamente los pájaros), no tanto por ser ejecutados
incorrectamente, sino por la aberrante realidad en donde éstos se efectúan.
Desde la incertidumbre de la hora y el lugar como pie de foto («El
espantapájaros») hasta los círculos irregulares de las aves sobre la gente («Gabriel
se puso malo otra vez»), estos ciclos dan cuenta de la nueva realidad, una
anómala, salida de los cánones estructurados de la naturaleza (o si se prefiere,
fuera de los patrones de la matrix),
donde ahora están destinados sus sobrevivientes a desplazarse. Otra de las
apuestas en este tenor es el de la estructura de la obra y su analogía con las
partes de una planta: inicia por la disrupción de la armonía de la raíz
(ancianos protagonistas de «Arandas»), pasa por la entropía del tallo (la
fuerza trabajadora del resto de las historias) y termina en la flor anómala
(mujeres-valla del cuento «Los milagros encarnados»), que no por ser distinta
deja de ser bella y esperanzadora. La organicidad de las historias es,
probablemente, uno de los aspectos que le dan mayor soporte a la obra y es, con
toda certeza, la causante de la insoportable belleza que trepa por encima del
sentimiento de la ira y la tristeza que todas las historias dejan al final.
Otro de
los aspectos en los que hay que poner atención es en la parte mística que rodea
toda la obra. Lomelí empuña la espada de la religión católica como eje desde el
cual se sostienen, por idiosincrasia, sus personajes, pero lejos de hacerlo en
tono de sorna o burla, lo ejecuta con la solemnidad de un monje que pasa de
puntillas sobre el escenario donde ocurren las historias más conmovedoras del
libro… y aprovecha para darle la cosmogonía necesaria, cómo no, a los universos
que ha creado.
Resulta
bastante notorio e interesante el plano cartesiano que libera a través de las
tramas, utilizando, en el cuadrante de lo negativo, lo que no se sostiene o lo
que no ayudó a sostener al protagonista y a su universo, mediante nombres de
profetas y santos: Isaías o Yahvé es la
salvación como antítesis de lo que le ocurren a Urbano (el guardia que
atestigua la fe irreductible del protagonista, fuera de sí pero más centrado
que nunca en su propósito), y a los colonos de una zona residencial en la
historia «La nueva era» (una de las historias más perturbadoras de la serie);
Ezequiel o Dios es mi fortaleza como
extensión de la atribulación de Tata Tomás, no atendida por la divinidad, en «Las
nubes» (el cuento más emotivo por antonomasia); Gabriel o la Fuerza de Dios reducida a la muerte
prematura y sin sentido que observa Alfonso desde su papel de ornitólogo y
elemento familiar extraño, en «Gabriel se puso malo otra vez»; Chema o Yahvé ha borrado, clasista e
impunemente, las líneas de su vida como músico de colombianas en «Luces» (uno
de los mejores cuentos de la obra, si no es que el mejor); Sergio o el protector y guardián que no cumplió a
cabalidad su misión en el centro comercial playero y se resigna a agradecer su
suerte colocando sus manos fotocopiadas en las zonas donde hubo muerte, en «Somos
gente de mar» (el cuento que más se acerca al performance y deja la
puerta abierta para la interpretación cinematográfica, por su sordidez y
minimalismo, muy a la David Lynch).
En
contraposición, en el cuadrante de lo positivo, están los nombres de aquellos
personajes secundarios o incidentales que, como correctamente atisba Lomelí,
son justamente las columnas que sostienen y erigen los despojos de la
humanidad, precisamente porque corresponden a la parte espiritual, ética y
emotiva: Gabriela o la Fuerza de Dios que
ayudará a Tata Tomás a sobrellevar la desaparición de su hija en la historia «Las
nubes»; María o la elegida por Dios para
sostener al remitente de la carta que se repite en un soliloquio sin salida,
como la cárcel misma en donde se encuentra confinado el protagonista en «Epístola
del asesino»; Aniela o la mensajera de
Dios y Mariana o la llena de Gracia, que
impelen al protagonista a prevalecer sobre sus valores éticos antes que sobre
su miedo y moral en «¿Cuánto tarda un niño en atravesar una calle corriendo?»
(Una de las dos crónicas-cuento que ponen las nuevas reglas del tiempo tras la
debacle; el otro es «Arandas».)
Los
aciertos lingüísticos y las sonoridades del lenguaje con los que perfila los
claroscuros de todos los personajes de sus historias son otro punto digno de
mencionar. El registro que Lomelí realiza de las voces es contundente,
plástico, totalmente creíble, y lo mejor, desempeña la carga rítmica que toda
buena narración debe tener. Aquí sobresalen los cuentos «Luces» y «Las nubes».
En el primero, la yuxtaposición de dos lenguajes disímbolos a priori, pero
complementarios en su núcleo (argot y prosa poética) constituye la parte
medular, el golpe certero que el autor da para erigir un monumento a la
injusticia social, pero también un homenaje a la lealtad que se da entre los
marginados, contra viento y marea, y, en este caso, contra muerte y olvido. La
banda que decide permanecer a pesar del duelo (y encima, apoderarse de una de
las ciudades más agrestes del país con el arma de la música colombiana, la de
los desposeídos) y el relato que de ella hace uno de sus integrantes son, sin
lugar a dudas, quienes se llevan el corazón de cualquier lector que esté al
tanto (y de acuerdo) con el problema de la desigualdad social. El segundo tiene
su carga material en la confrontación del lenguaje de la inocencia (la voz de
una bebita, Gabi, de casi dos años de edad) con la algarabía de los himnos
nacionalistas y la prepotencia de la clientela de una farmacia. Contundente, la
voz de la niña, que resuena en el ánimo de su abuelo, logra situar al más
insensible de los lectores en una frecuencia de amor desprotegido, pero al mismo
tiempo inagotable. El resultado: un relato ultraconmovedor que no requiere
artificios.
Por
último, pero no menos importante, está la performatividad a través de la cual
se desarrollan dos escenarios móviles pero necesarísimos, para la sujeción de
estas fotografías en movimiento, de estos nuevos universos descontextualizados
o interrumpidos por causas de violencia extrema. Los cuentos «Verde era el
color que era» y «San Francisco» encarnan este objetivo a la vez que despliegan
un panorama que se construye paralelamente a los diálogos, aparentemente sin
sentido, que se dan entre un vendedor y una anciana, en la primera historia, y
entre un mesero, una vendedora de flores, un bolero, un periodiquero, un
pedigüeño, un niño que vende dulces y una mujer inexistente. Personajes
periféricos todos ellos, pero que apuntan certeramente en la creación de una
textura consistente, penetrable, elástica, que permite al lector/espectador
moverse dentro de ella, como lo hacemos ahora con las fotografías en panorámica
que tanto gustan en las redes sociales.
La resistencia
deja los guantes en el ring y da paso a la descripción de las nuevas formas,
casi siempre sostenidas por un halo de psicosis o de posthisteria colectiva:
errantes, los personajes hablan sin propósito, pero no sin memoria: están ahí
porque son los vencidos, y como todo actante de una historia, es menester
exponer su versión en una epopeya que estaría confinada al olvido, de no ser
porque su creador tuvo la misericordia de darle un registro que prevaleciera
entre las ráfagas. Probablemente sea la magistralidad de tal misericordia la
que sitúe a este libro dentro del listado de las obras que habrán de comprender
la nueva literatura de una nueva revolución mexicana, la ocurrida hace ya una
década (entendida ésta como una circunstancia que movió a la sociedad civil al
punto del desplazamiento, y no como el movimiento social que debió, por ciclos
naturales históricos, darse).
Esto y
muchas cosas más es Perorata, de Luis
Felipe Lomelí. Leerla no garantiza un rato de esparcimiento, pero sí reivindica
a los caídos, a los débiles, a los abandonados, a los tristes, a los
desesperados. A los sobrevivientes que quisieran irse, a los muertos que
quedaron vivos.
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Perorata.
Luis
Felipe Lomelí. Abismos Casa
Editorial. México, 2019. 200 págs.
El libro
puede adquirirse aquí.
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