jueves, 12 de mayo de 2016

La niña de oro puro, de Margaret Drabble






La niña de oro puro
de Margaret Drabble

Marlén Curiel-Ferman

Mirar por la ventana. Observar las gotas que caen, despacito, una siempre acechando a otra. Es la unión de las gotas, como las células alguna vez lo hicieron hasta formar un ser humano, como los átomos se identifican entre sí para darle paso a la sangre, al aire, a la piedra. La simbiosis deja de parecer una cuestión de franca comodidad para una de las partes, todo se vuelve compartir, así sea una escena simplona, de esas que se miran por la ventana.

Por la ventana más amplia, la del ojo omnisciente de un ser bonachón tildado de tirano llamado Dios, hay miles de historias. Todas ellas simbióticas al principio, casi siempre simbióticas al final. Pero, a diferencia de lo que pudiera pensarse, la simbiosis se traslada a la otra parte: la gota gorda ya no sabría andar por el vidrio sin la gota minúscula, el maestro ya no sabría serlo sin el alumno, la madre no sabría andar sin el hijo, el secuestrado posiblemente no pueda volver a ser el mismo sin el secuestrador, del mismo modo en que un pueblo se vuelve incapaz de moverse sin las estrategias, buenas, malas o regulares, de sus gobernantes. A pesar de los tristes finales (pues todo indicio de supeditación es triste), en todas esas variantes hubo una constante: se realizó algo grande, maravilloso: agua, maternidad, reflexión, superación. Exploración. Probablemente sería esta última, la exploración, la más maravillosa: este universo, el laboratorio más grande que se conoce, es un escenario perfecto para la exploración de las causas, los efectos, las emociones, las necesidades, las codependencias y aquello a lo que llamamos destino porque todavía no conseguimos la fórmula matemática que nos explique los pronósticos forzosos (o forzados) que da la vida.

De todas esas historias, la que más llama la atención es la de la maternidad: ¿cómo, por qué se dio ese nuevo ser, por qué a ella, por qué a él?, ¿quién es el agente pasivo, quién el activo? Es una duda universal que difícilmente se explicaría, aún si se juntasen a todas las madres del mundo, a todos sus hijos, a todos los padres que fueron requeridos para hacer a esos hijos. La pregunta se vuelve inmensa si nos acercamos a esa pequeña parte de ese gran conjunto madre-hijo que tiene que ver con los seres nacidos con capacidades diferentes. La literatura, antes de la segunda mitad del siglo XX, solía referirnos a esos seres especiales como «idiotas», «enfermos mentales», «inválidos», basta recordar la noble historia de Joseph Conrad, Los idiotas, para entender que, tanto para la literatura como para el mundo en general, esta cuestión era una cáscara con cicatriz aún purulenta debajo: daba comezón, pues era difícil aceptar que de la simbiosis no siempre se podía crear la perfección. De hecho, la perfección no existe. Eso, sin importar los siglos, siempre ha dolido. El ego humano es incapaz de aceptar que no se es dios, y, todavía peor, que no se puede engendrar la divinidad.

Pero resulta que otros tiempos vinieron. Otras ideas se acomodaron plácidamente en las sinapsis de Occidente: la vida no tiene por qué ser perfecta, porque aún en su imperfección lo es. La fealdad adquiere entonces matices de una belleza exultante, de una hermosura fuera de órbita. Los defectos escarban muy adentro hasta formar un túnel por el cual pueden viajar las virtudes, y en el trayecto se da la lucha por ver quién emerge con la corona, quién se nombrará señor de ese mundo, así sea el de un vagabundo, una mujer marginal, el presidente (de cualquier cosa), un niño o un pintor. El viaje y la lucha se vuelven hermosos, maravillosos, ante los ojos de los espectadores. Y es que tanto de viajes como de luchas están plagados nuestros mitos, ya Campbell nos lo decía, lo esbozaba y hasta lo sostenía con historias de mil y un calibres. Viajar para explorar. Abrirse a la fealdad personal, a la miseria o al defecto para volvernos legítimamente divinos.


Edición en inglés


Por esos viajes nos dimos cuenta de la transformación que sufrieron las miradas de Occidente frente a historias en donde la belleza estereotipada de la maternidad salió mal y en lugar de un niño rollizo nació otro con dificultades para ser, pero que, para los nuevos estándares del ideal del ser resulta ser una bendición. Ser alternativo no nada más es bueno a la hora de hacer música o buscar una pareja. Ser alternativo también funcionaría, según lo vaticinaron las madres de mediados de los sesenta, en una bendición.

O al menos eso pensó Jess Speight, la sensual rubia de ojos miopes nacida en Londres para estudiar antropología y comprender mejor la belleza de lo tangencial, de lo no canónico, para luego aplicarlo con mimos, gracia y solicitud durante una vida y tal vez otra más, a Anna, su niña eterna, su niña de oro puro.

Algunas veces, Jess soñaba con regresar al lago resplandeciente. A veces soñaba con los viajes de investigación que podría haber emprendido, si no cargara con el peso de ser la única cuidadora de una hija dependiente a perpetuidad. La maternidad se había convertido por casualidad en su destino. (p. 92).

La niña de oro puro, de Margaret Drabble, es la historia de un grano de mostaza entre la mostaza misma, que cuenta cómo una mujer decidió modificar el lastre de la simbiosis mal acabada en un acto de entrega modesto, casi como sacrificando una y otra vez esa libertad femenina a la que todas fueron convocadas en su época y a la que ella no pudo asistir, porque estaba aprendiendo a ser libre a través de la humildad.

Ubicada en la segunda mitad del siglo XX, las voces que revisten esta historia están plagadas de una maternidad constante, sea expuesta o no, sea bien manejada o no, pero maternidad al fin, una maternidad convulsa que no dejó de ser preocupante para las madres anteriores, pues se trataba de una oleada de mujeres francamente libres que daban rienda suelta al regreso de lo pagano, al instaurar el reinado de lo natural como fuente suprema para la crianza de sus hijos. Así, entre autobuses con rutas diseñadas para surcar de a poco el nuevo rostro de un Londres devastado por la II Guerra Mundial y obligado a reconstruirse desde afuera, sin saber que también tendría que ser desde dentro, estas mujeres soñaron desde sus mullidos sillones, sus cojines estilo hindú, sus alimentos refrigerados y sus mermeladas de abuelita, con el progreso prometedor que circundaba, como cuervos, los rostros ingenuos de sus hijos: una BBC creciente, aunque ahogada en alcohol, planes estatales de desarrollo que igual atraían a indigentes y locos como después los echaban, cual máquina centrifugadora, modas, canciones, juguetes, avenidas…


Otra edición en inglés


La testigo de todos esos cambios es un ama de casa que también fue profesionista en su momento y que es tan común y corriente como la historia que se narra, y que quizá por eso nos parezca tan maravillosa: también, a partir de la segunda mitad del siglo XX, a la Historia le ha dado por explorar el reverso de las cosas, ir a los rincones, a los espacios humildes, normales. Son los tiempos de las historias microscópicas, de las anécdotas rutinarias que incluyen pan tostado y tardes de televisión, médicos y relaciones efímeras. La testigo es dueña de una voz que pudo ser la de cualquier otra mujer, tan simple, tan clara, tan, incluso, chismosa a veces y propicia para la intriga. Es la voz de la mujer inglesa del siglo pasado que sobrevivió a las excentricidades de Led Zeppelin y los Beatles, David Bowie y los Rolling Stones, en el momento en que decidió seguir la línea larguísima trazada por muchas otras mujeres antes de ella, pero que quizá no muchas de las que nacieron después quisieron seguir, mitad porque el mundo no está para sentarse a ver televisión con los hijos por las tardes, porque se tiene que ir a trabajar, mitad porque los tiempos cambian, y las voces como la de esta narradora bien que lo sabían.

La soas [Escuela de Estudios Orientales y Africanos, por sus siglas en inglés] era un mar de aventuras, de sabiduría, de corrientes interculturales que fluía y se arremolinaba por Gordon Square, Bedford Square y Russell Square, y a lo largo de la Great Russell Street. Jess se arrojó a sus aguas y nadó con sus mareas. Le encantó el primer curso, que pasó en un anticuado hostal para mujeres […]. (p. 15.)

Jess Speight pudo ser una antropóloga brillante. No más. No se trataba de una mujer superdotada, ni de una hija de magnate o de una miss algo. Se trataba de una mujer que de chiquilla, viviendo en una ciudad industrial en las Midlands, se quedó prendada de las fotografías de pueblos africanos que relataban, más con la luz de la lente que con pies de foto, los rasgos exóticos de los hombres de piel negra, sus aretes enormes, sus tetas colgando, y que, para bien o para mal, indujeron a la hija de un arquitecto frustrado por los resultados de su propia obra, a estudiar antropología, aunque no supiera que esa carrera era fuente de malinterpretaciones, normalmente de connotación sexual, pues aún en los primeros años de la nueva ola el sexo seguía siendo un bonito tabú para regalar a los oprimidos. Jess Speight, insisto, pudo ser una buena antropóloga, capaz de viajar y dar por fin con la causa de aquellos niños con manos de langosta que tanto amor le produjeron, allá en su juventud, cuando todavía pudo viajar hasta África en busca de terrenos inexplorados, pero seguramente que también para conocerse. Habría sido todo eso, de no ser porque se enamoró de un profesor casado que luego de varias sesiones placenteras le dejó a Anna en el vientre. Jess pudo ser una mujer normal yendo al hospital a abortar, aprovechando las coyunturas liberales. Jess prefirió convertirse en una antropóloga de casa. En una madre de una niña especial. En la antropóloga de la niña de oro.

Casi, casi, como dictándonos una conferencia, o a modo de documental, la voz chimolera pero también dulcemente reflexiva de Eleanor, Nellie, la amiga de Jess, nos va contando cómo la Niña de Oro Puro va adquiriendo su nombre: de oro puro, porque jamás maldecía, se enojaba ni albergaba sentimientos malos, y porque ello la llevaba obligadamente a un estadio de perpetua inocencia, intachable, como las estatuillas de las iglesias que albergan niños santos, con su sonrisa serena y sus ojos sin la marca de juez interior alguno; niña, porque sus genes jamás le permitirían salir de ahí.

Podría ser la historia de una madre más con una hija con discapacidad mental, pero emocionalmente mucho más rica que la mayoría de los niños que luego son jóvenes y después son flamantes adultos, padres de otros niños también. Pero es una historia que nos cuenta también la evolución de Inglaterra, cómo se nos fue despojando, para incredulidad de muchos de nosotros, especialmente los amorosos latinoamericanos, de las armaduras de hierro de Guillermo, Enrique e incluso Elizabeth, para dejarle su lugar a las formas suaves, sensuales, de la ternura que abrazó a este país a través de sus madres, que prefirieron criar a sus hijos con teorías muy a la Montessori y compañía antes que llevarlos adonde se exigen los zapatos muy lustrados y mucho gel para asistir a las clases. Es la historia de la locura, de la inteligencia reducida y de su no tiempo, de esa virtud otrora apreciada por los sabios de antaño pero que a estas alturas resulta cansado, inconcebible, agobiante. Es la historia de cómo una mujer se vence frente a ese agobio y no deja de probar las promesas del sexo, su liberación oportuna, su capacidad de reafirmar una sola cosa: no existe mejor piel que la que nos es dada, y no hay mejor hogar que el elegido para llevar la balsa de la vida.


Edición en francés


Es la historia de Jess y Anna encontrándose a mitad de sus destinos, en una amistad que fue más allá de la maternidad y las capacidades diferentes, y no lo digo por ser una de ellas distinta, sino porque en realidad ambas lo fueron: ambas se salieron de la órbita, ambas se encontraron a las afueras y erigieron una casa en el número 23 de Kinderley Road, donde fueron bienvenidos uno que otro hombre, pero más bien las amigas, las cómplices de la primavera que atestiguaron la llegada del verano y el otoño en esa pequeña casa de un barrio clasemediero con paisajes urbanos desgastados. También es la historia de la transformación de los castillos y edificios góticos en casas de locos y de las nuevas construcciones, más planas, que albergarían mentes igual de planas, pero quizá más tranquilas y libres que las otras que les antecedieron y que conforman esta masa de londinenses dedicados a escribir con sus escuetas vidas la vida de una ciudad entera:

Anna quería a su madre con devoción filial ejemplar, como si pareciera ser consciente, desde el principio, de su inusual dependencia [...] Anna permaneció apegada a Jess, siguiéndola de cerca y reaccionando a cada movimiento de su cuerpo y de su mente, aprobando cada uno de sus actos. La necesidad llevaba un vestido amistoso y benigno, con brillantes dibujos y suave al tacto, una tela de guardería que no envejecería con los años. (p. 35.)

En la contraportada del libro, alguien se aventura a decir que es una historia edificante. Si edificar implica reconocer la virtud necesaria en cada ser humano, entonces lo entendería. Pero si para ellos edificar es un sinónimo de caminar con un lastre simulando la alegría o la resignación, o peor aún, si edificar significa ser testigo de una historia en donde la felicidad es tomada como vino y respirada tal cual, entonces hay un problema. La niña de oro puro es una radiografía de lo que una mujer normalmente hace, cuando no desea ser partícipe de tragedias de tipo griego. También es la huella rutinaria de dos mujeres simples cuyo destino las ha vuelto míticas.

Margaret Drabble es una geminiana hija del abogado y novelista John Drabble, nacida el 5 de junio de 1939, en Yorkshire. Si es verdad lo que dicen sobre la mentalidad dicotómica de los nacidos bajo este signo, entonces podremos comprender esta necesidad muy suya de hilar los paralelismos de un eterno femenino fallido en el personaje de Jessica Speight, y también en esa mutabilidad que va de lo tierno y romántico a lo detestable en su narradora, la amiga y vecina de Jess y de Anna, una auténtica ama de casa que se sabe de memoria fragmentos de sonetos y recuerda algunas frases célebres de antropólogos decimonónicos, como David Livingstone, y coplas de civilizaciones africanas, aprendidas, casi por la ósmosis entre una cuadra y otra, de su amiga antropóloga.

Literata y novelista, Drabble ha publicado 17 novelas, entre las que están A summer bird cage (1963), Hassan’s Tower (1980) y The seven sisters (2002), obras que nos indican su natural inclinación por las cuestiones femeninas, el enclaustramiento y el desarrollo del ser. También ha realizado obras de teatro, guiones y cuentos, además de varias biografías de connotados escritores ingleses.

Publicada en 2013, The pure gold baby es su más reciente obra y representa, según lo han dicho algunos críticos, su primer libro que no está armado en su totalidad por ciencia ficción y que retrata una historia real sin serlo completamente. Si usted es un lector asiduo de libros dedicados a la exploración del insondable mundo femenino, éste sin duda es su nuevo título para leer.

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La niña de oro puro. Margaret Drabble. Traducción de Antonio Rivero Taravillo. Sexto Piso. 293 págs.


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