martes, 26 de febrero de 2019

Chernóbil, de Iliana Olmedo





Soundtrack para paliar el desencanto:
Chernóbil
de Iliana Olmedo

Marlén Curiel Ferman

¿Qué es la humanidad, cuando se la ubica en el centro de la historia? ¿Una suerte de película musical que depende del desacierto —o el gran atino— de su creador a la hora de escogerle la música? ¿Un conjunto de variables capaz de actuar como una sola cosa, y dentro de esa unicidad, realizar el error más grande del mundo? ¿Una impronta de energía en un lugar y tiempo determinados? Y si le hacemos una biopsia a la humanidad, es decir, si tomamos una muestra de su tejido, ¿qué resulta, dentro de la gran historia? ¿Una unidad sufriendo una catástrofe a escala, al reproducirse en ella los «maxi» fenómenos históricos, con su respectiva tropicalización? ¿Eso que llamamos microhistoria y que, por el mal sino que lleva implícito en el nombre, termina como algo sin importancia y destinado a ser desechado, como son desechadas todas las experiencias individuales de la humanidad, casi igual a como lo hacemos con las pelusas que se aferran al filtro de la secadora para después terminar, inevitablemente, en el cesto de la basura?

Estas preguntas probablemente hayan sido agua común para filósofos, maestros, carpinteros y cocineros durante siglos, y muy probablemente a ellas les hayan llegado respuestas fatídicas y una que otra de un cariz mucho más esperanzador y alentador, para hacerle contrapeso: no en balde nos encontramos con una serie de disquisiciones filosóficas contrapuestas para el estudio de un mismo fenómeno, dentro de una misma época. Sin embargo, para nosotros, los pertenecientes a la Generación del Desencanto, las respuestas no terminan con esta contraparte feliz… ¿O sí?

Señoras y señores, lo que van ustedes a presenciar a partir del momento en que abran esta obra, es un fragmento de las muchas refracciones que la ominosa luz del desencanto ha dejado caer sobre nuestras cabezas. De verdad quisimos que nuestro soundtrack tuviera como fondo canciones lindas, como What a wonderful world de Louis Armstrong, pero el presupuesto generacional no nos alcanzó más que para poner rolitas como Here comes the flood de Peter Gabriel. Ya si nos queremos ver más alegres, pues tenemos otras, como The Logical Song de Supertramp. Pero nada más.

Curioso, porque la mayoría de nosotros, los quejumbrosos hijos de la Perestroika y el hundimiento de la URSS, no tenemos canciones soviéticas para narrar, musicalmente, lo que nos ocurre: que nacimos en el lugar equivocado, en el momento incorrecto, para cosechar la esperanza. A nosotros nos tocó la ficha roja, la que nos mandó a volar los ideales de los contrapesos, el humanismo, la solidaridad (en realidad, somos el fruto de un proyecto maquiavélico que llevó ese nombre, alrededor de 1988-1990, en México) y la fraternidad. O al menos eso pensamos. Porque de otro modo, no podrían existir libros como el que a continuación vamos a conocer: Chernóbil, de Iliana Olmedo.

Resulta aterradora la idea, a priori, de abrir un libro que fungirá como caja de Pandora, después de estos casi treinta años de haber enterrado lo que nuestros padres lustraron con tanto esmero, con tanto aliño, con tanto amor. Ver la palabra ‘Chernóbil’ en la portada del libro, sugiere un viaje hacia la profundidad de los recuerdos cerrados bajo llave, que debieron quedarse así porque no tuvieron resolución cuando en su momento fueron un problema ontológico, sociológico y antropológico. Ver la rueda de la fortuna, tan desafortunada en esa ciudad de herrumbre y residuos nucleares, es, por decirlo así, casi como cavar en el corazón y revivir esa canica negra que nos creció desde muy niños, cuando nos dijeron que el sueño se acababa. Un sueño que, según fuimos descubriendo conforme fuimos ganando títulos universitarios y engullendo lecturas con la tolerancia que deben desarrollar las víctimas de un gran trauma, ya era una pesadilla.

Porque la URSS falló. Y no porque el sistema que la estructuraba estuviera putrefacto. Falló por aquello que lo movía. Nosotros, los humanos.

Así, pues, animarse a adentrarse a las páginas de este libro implica una dosis de valentía y apertura para reencontrarse con aquello que fuimos y lo que quisimos ser. Con aquello que se convirtió en tentativa, en esa odiosa vía alterna dimensional que aquí nunca sucederá. Y es que no se puede traer consigo un tanque de oxígeno, pues no se va a bucear; tampoco un paracaídas, porque no hay terreno que espere para el feliz aterrizaje, al menos físicamente hablando. Se entra con la desnudez emocional de cada uno, la de los 7, 10, 14 años, y nada más. A tientas. Impelido por la fuerza de atracción que impone la obra; hay algo magnético que te dice: «Ven, aquí no hay más daño. Ya todo está perdido. Vayamos por aquello que nos correspondía». Y de pronto uno se encuentra intuyendo que eso es verdad.

Iliana Olmedo inicia su obra con un acto de purificación. En su epígrafe bendice la continuidad de la especie humana a través de una canción tradicional japonesa. Acto seguido, nos presenta el diario de Daniela Arenas, la niña que creció en el centro de una hecatombe. Nuclear, ideológica, familiar. El bildungsroman o novela de aprendizaje que hila con paciencia y ternura nos lleva hacia el análisis de esas capas de cebolla que dejamos a buen resguardo y de las cuales pronto saldrán haces de luz, una interior, que nos hará mirarnos de otra manera. Su estructura, magistralmente cosida a mano, salta de un año a otro, llevándonos a la pista de las verdaderas canciones que componen el soundtrack de nuestra generación: las canciones repletas de silencio. De televisiones y periódicos plagadas de una verborrea que llevaba implícito el delicioso silencio con el que fueron tapiadas nuestras preguntas; de reflexiones mirando hacia el techo durante horas infinitas, las pertenecientes a la infancia y la preadolescencia; de los deseos mundanos y los ideales adolescentes que chocan maravillosamente, como el oleaje producido por la unión de dos mares; de los reveses sufridos en la primera adultez, cuando se es joven y totalmente libre para echar a perder esa juventud; de las respuestas maduras que llegan como un vaso de agua carbonatada, liberando el eructo de la amargura y, al mismo tiempo, liberando el sistema digestivo de aquello que nos impide caminar hacia adelante.

La historia, que comprende el período que va desde 1986 hasta 2016, narra la vida de la hija menor de una familia capitalina de clase media alta, dividida, como era natural en aquella época, por los ideales rigurosos de uno (o ambos) de los padres, versados en el socialismo, y la necesidad de flotar dignamente dentro de un sistema económico mexicano, el cual, a pesar de ser en aquella época más socialista que en estos tiempos, orillaba a sus cabezas a optar por un modo de vida más burgués que soviético. Tres tragedias marcan inexorablemente la vida de la protagonista: la desaparición de su padre y la explosión de la planta nuclear de Chernóbil, ambas ocurridas en 1986; y el suicidio de su hermana mayor, Paula, en 2016. Con esas tres tragedias, Daniela va elaborando un camino tejido a mano y tinta, a través de las múltiples entradas que va dejando en los diarios que atestiguan su crecimiento a lo largo de treinta años, y que le muestran, como el proceso antiguo del revelado de la fotografía, las caras originales de la caída: si el lector es respetuoso de las líneas que Daniela va trazando desde pequeña y las sigue con sigilo y atención, podrá entender y descubrir que la raíz de la oscuridad no atiende a la desmitificación y caída de un sistema (en este caso la URSS, su fallida planta nuclear en Chernóbil, que corre de manera análoga a la caída de la familia), sino a la podredumbre que pulula desde tiempo atrás, incluso antes de haber sido instaurado dicho sistema.

Tal y como le pasó a Ucrania, que antes de ser parte de la URSS tuvo un pasado medieval rico y latifundista, la familia Arenas Vega arranca con la presencia de un señor feudal, su patriarca Ricardo Vega (que representa al Rus de Kiev, el ahora latifundio malherido que llegó lesionado y viejo como para enfrentar de manera limpia a los soviéticos), quien se opondrá, hasta el final de sus días, a que el progreso científico, los valores de justicia y libertad, representados por Fernando Arenas, el nuevo patriarca (que representa, a su vez, la parte noble, el ideal soviético, la URSS misma), irrumpa con su revolución y quebrante el confort y la voluntad de aquél. De esta manera, nos encontramos con una familia destinada a su propio Holodomor, esto es, a la hambruna, pero en este caso del ser, que arrasa con las vidas de los tres hijos y su agregado cultural: Rafael, el hermano mayor; Paula, la hermana mayor; Daniela, la hermana menor, y Hugo o el Pepino, que fungirá como un elemento cohesionador, aunque tóxico, dentro de esta comuna soviético-mexicana que está destinada a perecer, más por su ascendente latifundista, representada por el abuelo, que por la censura que impera en el México de los años 70 y 80, aunque ella juega un papel importantísimo dentro de su historia.

La desaparición de Fernando Arenas (un físico nuclear nacido del hongo de Hiroshima, ferviente creyente del progreso nacional gracias al empleo de la energía nuclear generada por el propio país) por cuestiones de su activismo (estaba en contra de la CFE y todo lo que tuviera que ver con la organización nacional en el reparto de la energía y la ciencia) pone de relieve la situación preponderante en aquella época: mientras en Europa Oriental se vivían los últimos años de un sistema que prometió florecer en medio de la tundra, en México nos debatíamos entre la libertad para progresar y el miedo a los mecanismos de los que disponía la dictadura perfecta. De alguna manera, Daniela lo intuye y, a pesar de haberlo perdido cuando ella tenía 9 años, sigue su rastro hasta moldearlo dentro de sí como su filosofía, la única que le permitirá salir a flote de ese mundo de prohibiciones y mutilaciones emocionales e ideológicas.

Alrededor de Daniela, que representa, de alguna manera, la ingenuidad de la juventud que se entregó al sistema soviético sin reparar en los errores evidentes que éste venía manejando desde el estalinismo, giran una serie de satélites artificiales que la dañan tanto como creen amarla:

Una madre neurótica, dolida por la ausencia y la traición de su marido, incapaz de hacerse cargo de nutrir a su familia; representante, dentro de esta analogía, de una matria rusa que es abandonada en un rincón y desde ahí da palos de ciego (en este caso, golpes a los niños);

un hermano, Rafa, guitarrista adolescente que crecerá como un clasemediero más, incapaz de decidir si no es ayudado por la mano dura que se esconde detrás del elemento más tóxico e imperceptible de la novela, y que representa la indolencia artístico-intelectual soviética que pudo haber dicho algo para enderezar las cosas, pero prefirió callar en tanto siguiera siendo comprado por las comodidades que el resto de la colectividad rusa no tenía (se puede estudiar también esta figura arquetípica en la obra El maestro y Margarita de Bulgákov);

una hermana, Paula, epítome de la belleza perfecta y, por tanto, objeto de la perversión de su virtud a manos del patriarca feudal, el abuelo materno; y que representa —gracias a la habilidad literaria de Olmedo, quien no instintivamente, sino con todo el peso del estudio de la literatura universal—, a la Rusia Soviética, corrompida y loca, que debe morir. En este punto, habría que remarcar que Iliana Olmedo logra colocar a este personaje y su arquetipo a la par de lo que Tolstói hizo con su Ana Karénina: si se vuelve a leer esta obra, se descubrirá que su protagonista, Ana, constituye el mensaje oculto de su autor: había que matar a la Rusia disoluta, alienada, perdida, encarnada en ella, la mujer bellísima que subyugaba y se dejaba subyugar para maldición de su progenie. Del mismo modo en que esto ocurre, pero al otro extremo, encontramos a Paula Soviet, harta de las falsedades que al interior de su casa-país suceden, presa de las artimañas de un mundo adulto que no conoce la virtud, a excepción del padre, quien no logra salvarla a pesar de su conciencia clara sobre las cosas que pasan;

un amigo-amante-seductor, el actante que incita a Daniela a emprender el viaje del héroe únicamente para luego unírsele, como lapa, el resto de la tropa traumada, y crecer como el liquen, aferrada a su espalda, succionando su vitalidad y su cordura: Hugo o el Pepino, uno de los elementos más tóxicos dentro de esta dinámica familiar, precisamente por la invisibilidad de su mano dura y abrasiva, que primero circunda con amor al ser en vías de exterminio para luego soltarle el fuego de su poder. Es el estalinista por excelencia que continúa el Holodomor iniciado por el abuelo y sostenido por la madre; el pan mohoso y comunal, el sosiego aletargador y la esperanza ácima y ambigua; y la destrucción y la dictadura a la vez, y

una amiga-amante-madre, Raquel, el personaje que revierte el proceso negativo de este viaje del héroe al que Daniela es expulsada sin siquiera ella desearlo, el amor que despega y vuelve a pegar los fragmentos de los que ella se compone, y que representaría el arquetipo de alguna diosa pagana, una ondina, tal vez, que con su agua apaga el fuego de las Babá Yagás que circundan el terrorífico mundo de la pequeña, quien por cierto nunca deja de serlo hasta que decide romper la tradición materna de la sumisión y el exterminio, e iniciar su propia tribu al convertirse en madre y cerrar para siempre la puerta de aquello que no funcionó jamás.

El conjunto de estos personajes da como resultado la reproducción de una célula viviente, traída desde Ucrania, que viene a padecer la decadencia, producto de la explosión de la enorme energía que los unía, explosión que su protagonista intenta expresar a través de la fotografía de su entorno, en una especie de viaje de afuera hacia adentro.

A este respecto, el viaje que su autora la obliga a hacer, es, a primera vista, un viaje cruel en donde los fragmentos están tan bien unidos que son imposibles de analizar, en un intento de reconocimiento y recomposición de las cosas. Sin embargo, Olmedo consigue darle un remache con hilo de oro: cuando pareciera que todo está perdido, la protagonista se encuentra frente a la vida. La que emerge de ella, de su arte fotográfico (la parte de la novela en donde visita Chernóbil, a veinte años de la explosión, es uno de los pasajes que se constituyen, desde ya, en uno de los más hermosos de la literatura mexicana: combina con delicadeza la belleza de la distorsión y la monstruosidad, del vacío, el abandono y el sueño dorado, ahora oxidado, con la fuerza del enfrentamiento de aquella parte abrasada, erosionada, de la protagonista, contra la vida extraña que surge desde la tierra ucraniana, alimentada por partículas nuevas, dañinas, mutables y mutantes), de su capacidad de ser madre a pesar de los miedos que la circundan, a pesar de los rencores que quisieron carcomerla. A pesar de la oscuridad en la que su corazón caminó, dando tumbos.

La constante mención de los hongos nucleares dibujados en las esquinas de las libretas de Daniela, de los brazos que la interpelan en esos diálogos sin fin, de las aves que admira y retrata de vez en cuando, de las bolas de masa que la atragantan, y de esas otras que escupen ella y su hermana, cuando juegan; así como los zapatos que coleccionan ella y Hugo, en su intento por hacer LA instalación por excelencia, constituyen la ornamentación arquetípica con la que Iliana Olmedo construye su castillo narrativo: significan la presencia de la fuga de algo llamado matria y la lucha humana, colectiva, que se sabe dentro de un espacio a punto de explotar y que por tanto debe salir al exterior, así sea caminando en círculos, marchando hacia la libertad para luego quedarse, temporalmente, atorada en el cuello de botella que implicó para ella la URSS en sus últimos días; o aleteando con sus brazos porque no son aves. Aunque deberían, aunque merecieran serlo.

Chernóbil, de Iliana Olmedo, tiene el valor adicional, como ya se ha comentado, de traer las canciones que nos faltaron a los de esta generación desencantada, que, a falta de canciones soviéticas, canta las de este otro lado del mundo. Prueba de ello son las líricas reveladoras de la canción fundacional de El Cuarto Dormitorio, agrupación de Rafa y Hugo: «El otro día iba caminando por la calle / entonces, decidí / que me iba a otro país / a escapar de todo lo que hago aquí / y escapar y encontrar / una puerta, una salida / al lugar donde yo / de verdad quisiera estar». Gracias a esta canción, quienes sentimos que fuimos despojados de algo, sea fantasía o no, podemos comprarnos un boleto sin retorno —pues es un viaje desde la melancolía de las vías de la mente y el corazón—, hacia aquel país que nos fue vedado: El Encanto.

Léanla, óiganla, interiorícenla. Esta novela es, por mucho, el documento restaurador de las cosas que hemos perdido.

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Chernóbil. Iliana Olmedo. Siglo XXI Editores-Universidad Nacional Autónoma de México-Colegio de Sinaloa (15º Premio Internacional de Narrativa 2017; 1ª. Ed. 2018). 178 págs.



sábado, 23 de febrero de 2019

Roma, de Alfonso Cuarón





Roma
(México y Estados Unidos, 2018)
de Alfonso Cuarón

Jesús Guerra


A estas alturas casi todos los que tenían que ver la película Roma, de Cuarón, la vieron ya. Saben de qué trata, y de qué no trata (como de la capital de Italia, por ejemplo). Los mexicanos se han peleado en charlas de café y, sobre todo, en Twitter. Cada uno sabe por qué le gusta o por qué no le gusta. Creo que a muchos (sobre todo quienes crecieron durante los años 70 en el DF) les gusta porque les recuerda su pasado. En Twitter algunos se asombraron porque la película estaba tan bien hecha que salían los anuncios del banco Serfín. Claro, la película recrea muy bien algunas calles de la Ciudad de México en 1971. A algunos otros les gusta por motivos ideológicos: la reivindicación de los indígenas. Cierto (en el caso de que eso sea), está muy bien. ¿Pero la película es realmente buena?

Hay quienes piensan que la película es buena porque ha gustado mucho en el extranjero. Y porque ha ganado premios. De hecho, es impresionante la cantidad de premios que ha ganado, y muchas más las nominaciones que ha tenido (y tiene aún): mejor película, mejor película en lengua extranjera, mejor dirección, mejor guion, mejor fotografía, mejores decorados... hasta mejores actuaciones.




Yo parto de la siguiente idea: cuando vemos filmes de culturas muy ajenas a nosotros no podemos saber si están bien actuadas o no, simplemente porque no conocemos el lenguaje ni el comportamiento de las personas de dicha cultura, no podemos saber si la manera en que hablan los actores es natural o no, ni si la manera en que se comportan es la normal, ni en el presente ni en el pasado. Basta ver una película griega, turca, coreana o japonesa para que las actuaciones nos desconcierten. ¿Así se comporta la gente allá? ¿Así hablan? No lo sabemos. Incluso con películas en lenguas familiares (las hablemos o no), hay cosas que no podemos determinar. Muy pocos mexicanos (a menos que sean cien por ciento bilingües y hayan vivido en el país en cuestión) podrán decir con certeza, por poner un ejemplo, que un actor australiano que interpreta a un neoyorkino en una cinta ubicada en los años 50 tiene un acento falso. ¿No es así?

Imagino que eso les sucede a los críticos norteamericanos e ingleses que he leído y que dicen que las actuaciones en Roma son muy naturales. A nosotros, o por lo menos a mí, con contadas excepciones (entre las que está Yalitza Aparicio debido a la limitada expresividad de su personaje), me parecen muy acartonadas la mayor parte de las actuaciones. El lenguaje y el tono con que los actores dicen sus líneas también son falsos. Por eso, las nominaciones a los Oscar de Yalitza Aparicio y de Marina de Tavira son desconcertantes, por decir lo menos. Debo señalar que como mexicano me gustan sus nominaciones, pero como espectador de cine me parecen una exageración. Creo que ambas actrices están bien en sus papeles respectivos, pero nada más. Y hay algunos actores que, aunque tienen pocas líneas de diálogo, nunca aciertan a decirlas en el tono adecuado.




¿Por qué gusta este filme en el extranjero? Porque la fotografía y los decorados son muy buenos, porque para los espectadores no mexicanos esta obra es más un viaje, una ventana que deja ver una ciudad ajena que ya ni siquiera existe porque el DF de 2018 es otro; porque es intrínsecamente interesante, quizá no como película pero sí como una especie de falso documental, como experiencia turística-antropológica-sociológica, como lo pueden ser para nosotros las películas de Irán o Iraq, o una egipcia —hecha en nuestros días— que transcurra en la Alejandría de los años 50 o 70. ¡Qué interesante! ¡Es la vida cotidiana! Para colmo, todos los recuerdos de infancia de Cuarón están concentrados en ese año que nos muestra su cinta: sus personajes se asoman a la ventana y pasa un afilador de cuchillos, con su característica flauta; salen a la calle y pasa un vendedor de camotes, con su melancólica melodía, que recuerda un barco que parte.

Y eso de que Roma sea la mejor película de Cuarón —como han expresado muchos críticos cinematográficos— me parece un error de apreciación (aunque sé que siempre los gustos ajenos diferentes a los nuestros siempre nos parecen un error de apreciación). Sí es su película más personal, y quizá sea la película en la que más ha hecho (escribió el guion, dirigió, fue el director de fotografía y coeditó la cinta) y creo que de todo esto en lo que sobresale Roma es en edición y, sobre todo, en fotografía. Y de las cosas que no hizo Cuarón en lo personal, me gustan los decorados y esa recreación monumental de algunas cuadras de la ciudad. Pero la película es tan, pero tan espantosamente aburrida, que creo que la disfrutaría más viendo los fotogramas en un libro. Hacer todo eso para contarnos la historia que nos cuenta me parece un desperdicio. Como pueden ver, soy de los que creen que el peor pecado que un artista puede cometer es aburrir a su público.




¡Y esa escena del incendio del bosque en la noche de Año Nuevo! De neorrealismo tardío pasamos al surrealismo trasnochado... Es una escena de lo más pretensiosa. ¿Qué hace ahí ese nórdico ebrio cantando mientras todos corren para apagar las llamas? Es como una escena de otra película pegada en Roma por equivocación. Y ya ni hablemos de la escena del Profesor Zovek...

Y con esto paso al guion: ¿Es de una telenovela, de una historieta mexicana de los años 50 o de una película de arte de 2018? ¿Han visto ese video de un programa español en donde se burlaron de Roma, haciendo el tráiler de una cinta llamada Nada? Y es que, en efecto, y más teniendo en cuenta que Roma dura 135 minutos, en este filme no pasa realmente casi nada. ¡Y el guion está nominado al Oscar! Si se lo gana, los estudiantes de guionismo tendrán que comenzar a buscar otra carrera o recomenzar de cero, porque todo lo que hayan estudiado sobre cómo se escribe un guion ya no les servirá. Otra vez, como mexicano: ¡qué bien que Cuarón esté nominado también como guionista!, pero como espectador de cine me desconcierta y me alarma esta nominación. ¿Quién de ustedes comprará el DVD de Roma y verá la película una vez al año durante los próximos 10 años? O bien, ¿quién de ustedes piensa que nadie se va a acordar de Roma dentro de 10 años?




Sí, Roma nos recuerda que se puede hacer otro cine, que la mayor parte de los espectadores adultos estamos cansados de superhéroes y de películas hechas a partir de efectos especiales, por eso esta especie de neo-neorrealismo llama la atención, pero, por favor, que nos cuenten historias interesantes con actuaciones adecuadas.

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Roma
Dirección: Alfonso Cuarón
Guión: Alfonso Cuarón
Fotografía (en blanco y negro): Alfonso Cuarón
Edición: Alfonso Cuarón y Adam Gough
Dirección de producción: Eugenio Caballero
Dirección de arte: Carlos Benassini y Oscar Tello
Música (Supervisión Musical): Lynn Fainchtein
Con: Yalitza Aparicio, Marina de Tavira, Fernando Grediaga, Jorge Antonio Guerrero, Nancy García García, Verónica García, Diego Cortina Autrey, Carlos Peralta, Marco Graf, Daniela Demesa y, por supuesto, Latin Lover como el Profesor Zovek, entre otros.
Género: Drama
País: México y Estados Unidos
Idioma: Español y mixteco, entre otros.
Año: 2018
Duración: 135 minutos