martes, 27 de agosto de 2019

Había una vez... en Hollywood, de Quentin Tarantino





Había una vez... en Hollywood
(Once Upon a Time... in Hollywood,
Estados Unidos, Reino Unido, China, 2019)

Jesús Guerra

Quentin Tarantino es uno de los pocos directores de cine que tiene una obra tan reconocible y personal (y también un evidente savoir faire mediático) que ha logrado que no sólo los cinéfilos lo reconozcan y lo mencionen como el personaje central relacionado con una película. La gente (una buena parte de la gente que va al cine) dice «la nueva película de Tarantino» y no «la nueva de Leonardo DiCaprio» o de Brad Pitt, al comentar Había una vez... en Hollywood. Esto lo han logrado realizadores como Alfred Hitchcock, Woody Allen y David Lynch, por ejemplo. En el mundo del Cine de Arte lo han logrado muchos más —proporcionalmente— pero no son conocidos más que por los cinéfilos. Y es que el cine de Tarantino, por comercial que parezca y de hecho lo sea, está a medio camino entre lo comercial y el Cine de Arte, o, si se prefiere, el Cine de Autor, entendido éste de una manera muy pop.




Había una vez en Hollywood, la novena película (así se anuncia en los carteles) de Tarantino, cuenta unos fragmentos de varias historias, ubicadas en el corazón del cine y la televisión comercial estadounidenses, en 1969, un momento de profundos cambios en la industria fílmica de ese país. Por una parte, está la historia de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un actor de cine de acción, y ahora de una serie de televisión que acaba de ser cancelada, quien luego de una conversación con su agente, Marvin Schwarz (Al Pacino), comprende que su carrera está en declive (mientras que lo que aumenta es su alcoholismo). Schwarz intenta convencer a Dalton de que se vaya a Italia a filmar varios «Spaghetti Westerns» para relanzar su carrera como actor duro. Junto a Dalton está siempre Cliff Booth (Brad Pitt), un «doble» profesional (los actores que interpretan las acciones peligrosas en lugar de los actores), de hecho, el doble de Dalton, que ahora en realidad trabaja como guardaespaldas, ayudante en general y recientemente también como chofer del actor, pues por manejar borracho le suspendieron su licencia. Además, Booth es quizá el único amigo de Dalton.




Por otra parte, pero geográficamente cercana (pues Sharon Tate y su marido, el cineasta de moda Roman Polanski, son vecinos de Dalton), la cinta muestra, se supone, el ascenso de Sharon Tate (Margot Robbie) como actriz. A Polanski sólo lo vemos de lejos, y cuando lo vemos de cerca es únicamente de espaldas, lo cual es un acierto. Pero de Sharon Tate sólo vemos momentos de su vida cotidiana. Bailando, caminando, manejando. El trabajo de Margot Robbie en esta cinta es, básicamente, lucir preciosa y algo inocentona. La única escena que nos permite vislumbrar algo de la personalidad de Tate es el momento en que ella decide entrar, sola, a un cine a ver una película en la que ella intervino (The Wrecking Crew, Phil Karlson, 1968) junto a la estrella: Dean Martin (como el agente Matt Helm), y entra para ver las reacciones del público, pues se trata de una cinta de acción con elementos de comedia. En una entrevista, Tarantino dijo que ésa era la idea, mostrar a Sharon Tate como persona, pero creo que se quedó corto.




En varias escenas, Cliff Booth se topa en algunas esquinas de Hollywood con una hippie bastante joven, atractiva y al parecer simpática. Ella le pide aventón, pero él siempre va en otra dirección, hasta que un día decide llevarla a donde ella va: el Rancho Spahn. Él sabe perfectamente dónde es pues ahí, tiempo atrás, Dalton filmaba una serie de televisión de vaqueros. Esta es una de las escenas más tensas del filme, cuando Booth dice que quiere saludar al viejo George Spahn (Bruce Dern), y los hippies que viven ahí intentan impedir que busque al dueño del rancho. La escena sirve, sobre todo, para indicarnos que ese grupo de hippies puede ser peligroso. Y vaya si lo es, pues ésta es la comunidad de Charles Manson.




Si Tarantino fuera escritor de narrativa literaria, sería cuentista. Y en cine, su fuerte son las escenas. Dirige cada escena como si fuera un cortometraje. Cada escena importante tiene su inicio, desarrollo, clímax y final. Y eso está muy bien, sólo que al juntar todas las escenas para que formen un largometraje, le falla el ritmo general. Porque cada escena está hecha por y para sí misma, al parecer sin pensar mucho en que debe de dar paso a otra escena posterior. Algunas de las escenas de esta película son incluso innecesarias, pero gozosas —como ejemplo, la divertidísima pelea entre Cliff Booth y Bruce Lee (Mike Moh)—. El realizador es tan perfeccionista y obsesivo con los detalles, que cada escena se alarga más de lo necesario. Y al juntarlas producen largometrajes demasiado extensos, cuya extensión se nota más debido a las fallas de ritmo. Y esas características son muy evidentes en su novena película, que más que una historia parece una serie de viñetas más o menos conectadas unas con otras.




Entre otras deficiencias narrativas está el uso de un narrador que interviene muy poco. Algo al inicio, luego desaparece durante casi toda la película, e interviene algo más al final. Es muy inconsistente. Desde una perspectiva cinematográfica tradicional esto es un error. Para los puristas la narración con voz-en-off (o voice over) es un defecto porque es un recurso más bien literario. A mí no me molesta que haya un narrador, pero sí creo que debe ser consistente. Aquí, ¿quién narra?, ¿por qué sólo en ciertos pasajes?




Pero si Había una vez... tiene problemas de narración, visualmente es una cinta extraordinaria. Todo lo relacionado con ambientación (locaciones, sets, decorados, anuncios luminosos, vestuario, peinados, maquillaje, música) es sorprendente. Hasta la textura cinematográfica de las escenas filmadas de obras ficticias que están dentro de la película corresponden a la de las películas de la época, y es que esta obra no está grabada con cámaras digitales, sino que está filmada, en película, e incluso algunos de los movimientos de cámara imitan los que se utilizaban a fines de los años 60. Todo está hecho para que los espectadores veamos, escuchemos y, de alguna manera, sintamos lo que era Hollywood (en general todo Los Ángeles) en 1969. Una buena parte de sus escenas son para que experimentemos ese lugar en esos momentos. La nostalgia, no hay duda, juega un papel importante en esta cinta. Y para quienes no vivimos Los Ángeles a fines de los 60, la nostalgia histórica y el descubrimiento de los antiguo-nuevo. Es una película histórica ubicada en una época no tan lejana... es entonces, quizá, una película retro. Por supuesto, el cine mismo y la industria de la televisión juegan un papel importante.




No me parece, en términos generales, una película para todos los gustos. Hay que entender que Tarantino antes que director es un cinéfilo, una verdadera enciclopedia fílmica, que llena sus películas con citas y homenajes cinematográficos de lo más variados, algunos de los cuales nos pasan en blanco a muchos espectadores. Y esto es lo que convierte las obras de Tarantino en algo así como doblemente cinematográficas.




Termino: todo lo que está relacionado con la ambientación es maravilloso; cada una de las escenas, como unidad, están muy bien dirigidas (y están estupendamente interpretadas por todos los actores), pero la narración tiene sus fallas, y el argumento (bastante corto para una película de 161 minutos) no es particularmente interesante... Hay que recordar que los espectadores vemos películas para presenciar historias, y que todo lo que interviene en una película debe estar al servicio del guion. Así que me parece una hermosa película fallida, sin embargo, como es de Tarantino, hay que verla.

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Había una vez... en Hollywood (Once Upon a Time... in Hollywood)
Dirección: Quentin Tarantino
Guion: Quentin Tarantino
Fotografía: Robert Richardson
Edición: Fred Raskin
Diseño de producción: Barbara Ling
Dirección de arte: John Dexter, Jann K. Engel, Helena Holmes
Vestuario: Arianne Phillips
Con: Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Emile Hirsch, Margaret Qualley, Julia Butters, Al Pacino, entre muchos otros.
Género: Drama / Comedia
País: Estados Unidos, Reino Unidos, China
Idioma: Inglés
Año: 2019
Duración: 161 minutos




martes, 20 de agosto de 2019

Perorata o La epopeya de los vencidos, de Luis Felipe Lomelí





Perorata
o
La epopeya de los vencidos
de Luis Felipe Lomelí

Marlén Curiel-Ferman

Un golpe seco y todo se salió de este universo. Suspendidos, los seres que sobrevivieron el horror de la guerra del narco no tuvieron otra alternativa más que la de sobrevolar (más que sobrevivir) en la fisura resultante tras la ruptura del equilibrio entre el tiempo, la vida como ciclo natural y el espacio. Se resignaron a experimentar sueños vívidos y realidades oníricas. Fueron testigos. Fueron soldados. Fueron mártires. Luego, fueron fotografías.
Luis Felipe Lomelí (Jalisco, 1975), parte de esta noción para hacer su más reciente obra, Perorata (Abismos Casa Editorial, México, 2019), la cual recopila una serie de cuentos acreedores al Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2017 en la categoría de narrativa, además de otros que fueron previamente publicados en diversas revistas y antologías literarias. Todos reúnen un factor común: la guerra del narco. Pero no son como aquellos otros cuentos, previos al horror, donde se contaba con lujo de detalle y morbo las peripecias de los antihéroes que poblaron el nuevo mito del narcotraficante y su ascenso como referente de las masas. No. Lomelí decide recoger los registros de voces suplicantes, los murmullos de sus preces; los sube a un escenario compartido y los dota de una fuerte carga dramática que los convierte en los protagonistas de su propia aria y, al mismo tiempo, en elementos móviles que permean la rigurosidad de la foto a la que fueron relegados, al grado de convertirla en escenas de películas, a ratos minimalistas, a ratos surrealistas, a ratos hiperrealistas. La virtud del sentimiento humano se sobrepone a la estadística y la cosificación de los victimados: cantan sus pasos imantados y dolidos sobre la duela del pasmo y el horror, pero al mismo tiempo luchan desde su derrota con lo único que les queda: el amor y la ternura.
Perorata es, pues, la epopeya de los vencidos.
Los niveles con los que está tejido el entramado de cada una de las historias son tan múltiples y ricos que su lectura, tanto en la pieza como en la totalidad de la obra, da pie a una serie de apreciaciones, desde la antropológica hasta la lingüística, pasando por la histórica y la referencial.
Podría decirse, en principio, que la obra está construida a manera de un homenaje que el propio autor le da a su origen, Jalisco, en parte porque es ahí donde comienza una parte de la guerra del narco, pero más bien porque es ahí donde inicia su propia cosmogonía: Lomelí da pincelazos de memorias de infancia y juventud a través de los objetos, animales, lugares, comidas y regionalismos con los cuales va construyendo el núcleo/ombligo de esta obra, pero también la torre desde la cual emite su declaración de principios y su discurso a favor de la justicia social. Cuentos como «Arandas» y «Gabriel se puso malo otra vez» lo corroboran e incluso le abren las puertas a lo que el autor intenta, con bastante acierto, dar al lector/espectador con respecto a cómo quiere que sean vistos sus protagonistas (en su gran mayoría masculinos), en una jerarquización bien delimitada, a saber, soldado, padre, hombre, niño y mártir. Todos sus personajes sufren, pero por las razones equivocadas: fueron obligados a permanecer en el escenario de la muerte, a atestiguar por la eternidad los alcances del reino del narco y la indolencia que mostró, en su momento, el Estado; sus personajes padecen su nueva realidad, pero no por ellos mismos, sino por aquellos a quienes se supone deberían haber cuidado: en todos los cuentos aparecen otros personajes, casi siempre niños o esposas, que dependen de la virtud viril para no perecer, y si lo llegan a hacer, para no ser olvidados. Se da entonces el juego de la permanencia, aunque algunos protagonistas deban comer sin apetito o tomar vitaminas «para no agotarse»; a pesar de que su físico no dé para mucho, sea por edad o por complexión.
Es desde este centro del dolor u ombligo geográfico-referencial de donde parten otras historias hacia otros puntos geográficos y orgánicos: el norte o la cabeza con cuentos como «Luces», «Jefe de Jefes» y «La nueva era»; el centro o el pecho y los brazos, con «Parte de familia», «Las nubes» y «El informante», y el sur o los pies, con «Somos gente de mar». Todos ellos forman parte de un cuerpo acribillado, doliente, que camina con sus pasos del más allá entre el verdor, el hedor de las grandes ciudades, el mar y la sequía. Todos ellos funcionan como puentes para otras historias que se dan en los intersticios del cuerpo, a saber, las coyunturas de las extremidades, ya inmóviles («El espantapájaros», «Verde era el color que era»), y la reflexión y la evocación como arma de supervivencia («Epístola del asesino», «San Francisco»).
Lomelí apuesta en Perorata por la tesis de la alteración de los ciclos naturales, vistos no solamente como aquel derecho inherente a vivir el ciclo de la vida que se perdió tras la invasión, sino también como aquello que afecta directamente al propio contexto o universo. Saca entonces su otro oficio, el de científico, y narra, a lo largo de estos cuentos, los patrones anómalos de la luz, las plantas, los insectos y los animales (específicamente los pájaros), no tanto por ser ejecutados incorrectamente, sino por la aberrante realidad en donde éstos se efectúan. Desde la incertidumbre de la hora y el lugar como pie de foto («El espantapájaros») hasta los círculos irregulares de las aves sobre la gente («Gabriel se puso malo otra vez»), estos ciclos dan cuenta de la nueva realidad, una anómala, salida de los cánones estructurados de la naturaleza (o si se prefiere, fuera de los patrones de la matrix), donde ahora están destinados sus sobrevivientes a desplazarse. Otra de las apuestas en este tenor es el de la estructura de la obra y su analogía con las partes de una planta: inicia por la disrupción de la armonía de la raíz (ancianos protagonistas de «Arandas»), pasa por la entropía del tallo (la fuerza trabajadora del resto de las historias) y termina en la flor anómala (mujeres-valla del cuento «Los milagros encarnados»), que no por ser distinta deja de ser bella y esperanzadora. La organicidad de las historias es, probablemente, uno de los aspectos que le dan mayor soporte a la obra y es, con toda certeza, la causante de la insoportable belleza que trepa por encima del sentimiento de la ira y la tristeza que todas las historias dejan al final.
Otro de los aspectos en los que hay que poner atención es en la parte mística que rodea toda la obra. Lomelí empuña la espada de la religión católica como eje desde el cual se sostienen, por idiosincrasia, sus personajes, pero lejos de hacerlo en tono de sorna o burla, lo ejecuta con la solemnidad de un monje que pasa de puntillas sobre el escenario donde ocurren las historias más conmovedoras del libro… y aprovecha para darle la cosmogonía necesaria, cómo no, a los universos que ha creado.
Resulta bastante notorio e interesante el plano cartesiano que libera a través de las tramas, utilizando, en el cuadrante de lo negativo, lo que no se sostiene o lo que no ayudó a sostener al protagonista y a su universo, mediante nombres de profetas y santos: Isaías o Yahvé es la salvación como antítesis de lo que le ocurren a Urbano (el guardia que atestigua la fe irreductible del protagonista, fuera de sí pero más centrado que nunca en su propósito), y a los colonos de una zona residencial en la historia «La nueva era» (una de las historias más perturbadoras de la serie); Ezequiel o Dios es mi fortaleza como extensión de la atribulación de Tata Tomás, no atendida por la divinidad, en «Las nubes» (el cuento más emotivo por antonomasia); Gabriel o la Fuerza de Dios reducida a la muerte prematura y sin sentido que observa Alfonso desde su papel de ornitólogo y elemento familiar extraño, en «Gabriel se puso malo otra vez»; Chema o Yahvé ha borrado, clasista e impunemente, las líneas de su vida como músico de colombianas en «Luces» (uno de los mejores cuentos de la obra, si no es que el mejor); Sergio o el protector y guardián que no cumplió a cabalidad su misión en el centro comercial playero y se resigna a agradecer su suerte colocando sus manos fotocopiadas en las zonas donde hubo muerte, en «Somos gente de mar» (el cuento que más se acerca al performance y deja la puerta abierta para la interpretación cinematográfica, por su sordidez y minimalismo, muy a la David Lynch).
En contraposición, en el cuadrante de lo positivo, están los nombres de aquellos personajes secundarios o incidentales que, como correctamente atisba Lomelí, son justamente las columnas que sostienen y erigen los despojos de la humanidad, precisamente porque corresponden a la parte espiritual, ética y emotiva: Gabriela o la Fuerza de Dios que ayudará a Tata Tomás a sobrellevar la desaparición de su hija en la historia «Las nubes»; María o la elegida por Dios para sostener al remitente de la carta que se repite en un soliloquio sin salida, como la cárcel misma en donde se encuentra confinado el protagonista en «Epístola del asesino»; Aniela o la mensajera de Dios y Mariana o la llena de Gracia, que impelen al protagonista a prevalecer sobre sus valores éticos antes que sobre su miedo y moral en «¿Cuánto tarda un niño en atravesar una calle corriendo?» (Una de las dos crónicas-cuento que ponen las nuevas reglas del tiempo tras la debacle; el otro es «Arandas».)
Los aciertos lingüísticos y las sonoridades del lenguaje con los que perfila los claroscuros de todos los personajes de sus historias son otro punto digno de mencionar. El registro que Lomelí realiza de las voces es contundente, plástico, totalmente creíble, y lo mejor, desempeña la carga rítmica que toda buena narración debe tener. Aquí sobresalen los cuentos «Luces» y «Las nubes». En el primero, la yuxtaposición de dos lenguajes disímbolos a priori, pero complementarios en su núcleo (argot y prosa poética) constituye la parte medular, el golpe certero que el autor da para erigir un monumento a la injusticia social, pero también un homenaje a la lealtad que se da entre los marginados, contra viento y marea, y, en este caso, contra muerte y olvido. La banda que decide permanecer a pesar del duelo (y encima, apoderarse de una de las ciudades más agrestes del país con el arma de la música colombiana, la de los desposeídos) y el relato que de ella hace uno de sus integrantes son, sin lugar a dudas, quienes se llevan el corazón de cualquier lector que esté al tanto (y de acuerdo) con el problema de la desigualdad social. El segundo tiene su carga material en la confrontación del lenguaje de la inocencia (la voz de una bebita, Gabi, de casi dos años de edad) con la algarabía de los himnos nacionalistas y la prepotencia de la clientela de una farmacia. Contundente, la voz de la niña, que resuena en el ánimo de su abuelo, logra situar al más insensible de los lectores en una frecuencia de amor desprotegido, pero al mismo tiempo inagotable. El resultado: un relato ultraconmovedor que no requiere artificios.
Por último, pero no menos importante, está la performatividad a través de la cual se desarrollan dos escenarios móviles pero necesarísimos, para la sujeción de estas fotografías en movimiento, de estos nuevos universos descontextualizados o interrumpidos por causas de violencia extrema. Los cuentos «Verde era el color que era» y «San Francisco» encarnan este objetivo a la vez que despliegan un panorama que se construye paralelamente a los diálogos, aparentemente sin sentido, que se dan entre un vendedor y una anciana, en la primera historia, y entre un mesero, una vendedora de flores, un bolero, un periodiquero, un pedigüeño, un niño que vende dulces y una mujer inexistente. Personajes periféricos todos ellos, pero que apuntan certeramente en la creación de una textura consistente, penetrable, elástica, que permite al lector/espectador moverse dentro de ella, como lo hacemos ahora con las fotografías en panorámica que tanto gustan en las redes sociales.
La resistencia deja los guantes en el ring y da paso a la descripción de las nuevas formas, casi siempre sostenidas por un halo de psicosis o de posthisteria colectiva: errantes, los personajes hablan sin propósito, pero no sin memoria: están ahí porque son los vencidos, y como todo actante de una historia, es menester exponer su versión en una epopeya que estaría confinada al olvido, de no ser porque su creador tuvo la misericordia de darle un registro que prevaleciera entre las ráfagas. Probablemente sea la magistralidad de tal misericordia la que sitúe a este libro dentro del listado de las obras que habrán de comprender la nueva literatura de una nueva revolución mexicana, la ocurrida hace ya una década (entendida ésta como una circunstancia que movió a la sociedad civil al punto del desplazamiento, y no como el movimiento social que debió, por ciclos naturales históricos, darse).
Esto y muchas cosas más es Perorata, de Luis Felipe Lomelí. Leerla no garantiza un rato de esparcimiento, pero sí reivindica a los caídos, a los débiles, a los abandonados, a los tristes, a los desesperados. A los sobrevivientes que quisieran irse, a los muertos que quedaron vivos.
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Perorata. Luis Felipe Lomelí. Abismos Casa Editorial. México, 2019. 200 págs.
El libro puede adquirirse aquí.