jueves, 14 de julio de 2016

Nostalgia del absoluto, de George Steiner





Nostalgia del absoluto
de George Steiner

Marlén Curiel-Ferman

No es que uno pase por alguna calle recién llovida e imagine —o trate de hacerlo— el olor del pan recién salido del horno, la nata, el mandil de la abuela, el bebeleche y los atardeceres veraniegos en los que todo era una cena apacible en espera de la segunda tanda de la lluvia. Tampoco es que uno se ponga memorioso y disponga de su taza de café y un cassette con los clásicos del rock justo ahí, en el punto donde todo vuelve: el pelo largo, las fiestas interminables, los rituales semiprohibidos y, por tanto, antojables por su capacidad de poner al margen tanto al individuo como a la vida misma. Mucho menos es que uno saque el videocassette y se ponga a rememorar los pasteles con forma de muñecos salidos de las caricaturas de Walt Disney, colocados al centro de la mesita de juguetes para el festejado, el nuevo adulto joven u odioso adolescente que pernocta en la casa, pero que no vuelve más durante el día. Y no, tampoco se trata del acto —residual, quizá— de tomar el vaso de whiskey, tumbarse en el suelo lamoso de una cantina y fingir que se es un artista maldito, que extraña lo que nunca ha sido.

No, no y no. Para alguien proveniente de una familia judío austriaca que emigró a los Estados Unidos en el inicio de la Segunda Guerra Mundial, justo cuando él tenía apenas diez años, es lo de menos. Incluso, podría resultarle un nauseabundo cliché del cual prefiere pasar totalmente. Y es que los clichés, señoras y señores, provienen de la idealización de lo que nunca fue o de lo que jamás podrá conseguirse.

Ahora que, si lo vemos desde esta perspectiva, tal vez los fans de The Mamas & The Papas y los asiduos al pan con nata y frijolitos calientes no estén del todo deslindados de la obsesión que le toca vivir a un recién cuarentón George Steiner, quien en 1974 entregó, en cinco emisiones, sendas conferencias para la CBC Radio Arts Department de Canadá. De alguna manera, entre aquellos sentimentalistas naives y este filósofo excepcional, lo único que cambia, es el objeto de la nostalgia. Quizá, visto desde afuera, la diferencia sea inmensa, pero el efecto es el mismo: devastador, agobiante, provocador de acedia y de versos tristes, si no es que de esquelas prematuras: eso que pudo ser no está aquí; eso que esta allá jamás vendrá. Y entre verbos y adverbios de lugar, comenzamos a repudiar la infinita inmisericordia de la existencia, la desazón originada por encontrarnos frente a un vacío que —lo intuye el nostálgico de las cenas provincianas, el rockero terminado en abuelo jubilado, el artista caricaturizado en alcohol y hasta la madre satisfecha, quien tiernamente le serviría galletas y té a Steiner en estos tiempos de tanta fragilidad—, lo sabemos, se transformará en algo horroroso: el absoluto.

¿Cómo definir al absoluto? ¿Cómo explicarse el origen y la finalidad del absoluto? ¿Cómo convencer al absoluto de que no se vaya para no sentirnos, a su partida, tan solos como cuando descubrimos que leer, escribir, cantar, contar y soñar son placeres que nos remiten, tarde o temprano, a la noción de que las cosas buenas de la vida (o casi todas) ocurren dentro de uno mismo, en la absoluta individualización de la felicidad?


Edición en inglés


Probablemente todos los nostálgicos a los que aquí nos referimos —hipotéticos, claro— vengan y nos endilguen la factura, que muy pronto será endilgada a un filósofo, ¡buenas, Steiner! Pero en realidad es algo que a todos nos concierne: a todos nos falta algo, todos, en algún momento del día (y quien no, que venga y nos platique cómo le hizo), sentimos esa conexión con el infinito que nos suelta y nos deja caer y nos presenta la enorme alberca vacía que es la vida. Todos reclamamos por una respuesta, algo que nos llene. Algunos creemos que tiene que ver con fines económicos, otros, con fines estéticos. Otros más se atienen a lo religioso.

Quizá sean estos últimos los que podrían sentarse a debatir un rato con el George Steiner de 1974, tan recién salido de aquel mayo del 68, y contar cómo, desde que se anunció la muerte de Dios (derechos reservados para Nietzsche, patrocinador de las nuevas culturas y mitologías —véase Superman et al—), la cosa no ha ido más que de mal en peor, o mejor dicho, de la inocencia a la soberbia del conocimiento.

Nostalgia del absoluto es, más que un conjunto de conferencias, una rapsodia bastante filosófica y fría, casi balcánica, de lo que George Steiner comprendió que ocurría en el esplendor del siglo XX, uno de los más libres y conservadores, más caóticos y fanáticos, más lascivos y esclavizadores, más lumínicos y oscuros de los siglos que a Occidente le ha tocado vivir. En sus cinco partes, la canción de Steiner (digámosle así en adelante a esta obra, por conexión de su autor con el protagonista épico francés, Roldán, que también tuvo sus razones para sus propias cruzadas) no pretende conectarse con Dios, es más, da por sentado que su existencia, como buen hombre del siglo XX, está por resolverse y no espera, para nada, a que el milagro ocurra. Más bien, pretende comprender primero para sí mismo las razones por las cuales la pérdida de la religiosidad, de la espiritualidad y la moral devino en la construcción de tres sistemas sustitutivos de la teología medieval que ambientó tantos siglos. Y si decimos que su lenguaje es casi balcánico, debe ser porque se remite, conscientemente, a los principios helénicos que reglamentan todo lo relativo al deber ser, a la convivencia social, a las normas éticas.

Y es que Steiner es, en todo caso —y para seguir con la enumeración de las etiquetas— un ferviente nostálgico de lo primigenio en la cultura de occidente. En cada una de sus páginas se nota un tremendo aire melancólico por Grecia, sus grandes ideas, su posición geográfica y temporal tan lejana de lo que ahora somos, muppets (hablando de 1974) de nuestros propios intentos de trascendencia. Para Steiner no hay nada que se le oculte: nos hemos mentido deliberadamente en aras de conseguir la paz mental; hemos institucionalizado la moral para conseguir el aire moralino de la convención social; nos hemos dado a la tarea de perdernos en sistemas complicados, creyendo que por ello podremos al fin instaurar esa peculiar idea que teníamos del reino de Dios, que fue puesto en venta tan pronto apareció el primer tren.


Edición francesa


Casi más por valor personal que por otra cosa, el filósofo agarra nada más y nada menos que a tres de los sistemas más influyentes del siglo XX: el marxismo, las teorías freudianas y la antropología estructuralista, a quienes (y diremos quienes porque, a estas alturas del partido, ¿cómo negar que no fueron y son tratadas como entes totalmente orgánicos?) los define como meras mitologías. Poco le faltó a este filósofo, quien no se la pensó mucho (para escribir y pronunciar sus conferencias, aunque sí para llegar a las conclusiones tan devastadoras para cualquier hombre moderno que se hubo pronunciado como tal en los esplendores del siglo pasado) y atavió de ridícula inocencia a estos tres sistemas, a los que tan solo les faltó la varita mágica para convertirse en el hada madrina del hombre occidental, tan solo, tan perdido y tan ciego tras la debacle del único aparato filosófico, moral, ético y hasta jurídico que tuvo durante años y que lo mismo le sirvió para frenar su instinto como para detener su evolución, adiós Platón y compañía: la religión. Cristiana, para ser exactos.

A través de sus cinco conferencias-capítulos («Los mesías seculares», «Viajes al interior», «El último jardín», «Los hombrecillos verdes» y «¿Tiene futuro la verdad?»), Steiner estudia sosegadamente pero sin temor ni remordimiento alguno la evolución ocurrida tras la debacle de esta religión, anunciada por un desahuciado Nietzsche y perfilada como la mejor de las noticias para un hombre moderno que se jactaba de estar en pleno uso de su inteligencia y libertad para conseguir lo que Dios antes le había prometido. De esta manera, un sistema político-filosófico-económico (el marxismo), un sistema antropológico (la antropología estructuralista) y un sistema psicológico (el psicoanálisis), los Tres Compadres del pensamiento heterodoxo y libertario del siglo XX, no son sino meras caricaturas que intentan llenar el vacío dejado por la partida de Dios, de lo que significaba estar bajo su arbitrio: ni la esperanzadora idea de la libertad social y la equidad económica, el descubrimiento del instinto subyacente en el yo, ello y superyó —con su consecuente y bienvenidísima justificación— o la idea megalómana de encontrarle el significado a los actos más desquiciantes o inquietantes del ser humano mediante la respuesta lógica que en algún momento habría de emerger, podrían estar más alejadas de la necesidad del ser humano de entender para qué carajos viene uno a vivir, a reproducirse, a padecer carencias e injusticias y finalmente a morirse. Sin Biblia no es lo mismo. Pero tal vez con tratados, teorías y más tratados…

Si en Marx, Steiner descubre el sueño romántico de un joven alemán seducido por las ideas de Goethe y el regreso a lo clásico, la exploración de sus fundamentos que más bien se orientaban a la recomposición de un mito clásico (o dicho en otras palabras: el joven Marx quería reconstruir a Prometeo —reivindicador del fuego y, por tanto, alumbrador de las masas—, traerlo al cuento de lo que en ese momento para el idealista alemán era la vida, olvidémonos por un rato un poco de la economía, aquí lo que importaba era que todos debemos ser felices e iguales, por eso Prometeo debía regresar) en vez de armarse todo un complejo político, social y económico, el cual Stalin supo explotar sagazmente a través del idealismo tan especial y fantástico de la juventud, que aun sin creer en su dirigente sí creía en la promesa del paraíso escrita en los tratados del joven Marx; en Freud encuentra un intento casi épico por reivindicar a la humanidad de su pecado original, que no fue otra cosa sino el parricidio que la horda original había realizado. O dicho de otra manera: lo de Freud era justificar que aún podíamos ser felices si por fin podíamos olvidarnos, casi perdonarnos, de haber sido unos hijos ingratos. Otra vez, de regreso al estudio de lo helénico, el Eros y el Tánatos, vamos aflojando los prejuicios y las represiones autoimpuestas, ese asuntillo quedó atrás. Pero en ambos casos, no deja de ser una aventurilla substancial que invita, a todas luces, a liberarse de sí para volver a ser nosotros, quienes hayamos sido, como quizá nunca nos lo imaginamos. Por eso es que para Steiner todo viene a ser como un cuento, un mito. Dos mitologías modernas buscando corregir lo que en siglos la religión no tuvo oportunidad.


Edición en portugués


En el caso de la antropología estructuralista, pone no tanto en tela de juicio las andanzas cuasi quijotescas de Lévi-Strauss, señor y dador de las pautas binarias por las cuales un científico (como él se hacía llamar) debía de estudiar, comprender y analizar las prácticas humanas, reestructurador de los mitos biológicos que asumen la verticalidad de la columna vertebral con la necesaria salida a escena de un sistema de valores que pudiera, a posteriori, condensar lo bueno y lo malo (y dale otra vez con lo dual) en la praxis moderna. Visto así, y aunque no nos lo dijera, Steiner puso a Lévi-Strauss como el nuevo Noé, sin arca y sin animales, pero repleto de documentos, entre ellos, los mitos fundacionales —verbigracia, los recién paridos por Freud y Marx, con quienes compartía las ideas de la libertad, entendiéndose por ello la raíz, esto es, lo sexual; hasta lo etérico, es decir, el sueño o el ideal—, y que no deja de ser un científico con aspiraciones antropológicas de ciertos rasgos efectistas. Viajero y autobiógrafo, el respeto por Steiner hacia el fundador de esta corriente antropológica reside no tanto en las verdades científicas que propone como en su capacidad fantástica de recrear e hilar historias, haciendo uso del derecho inalienable de la tradición oral, reina de todas las formas de conservación de la cultura:

[…] tanto Marx como Freud hacen derivar de la religión y la teología sistemática la inferencia del pecado original, de una caída del hombre, aunque ninguna mitología es en realidad totalmente explícita en cuanto a la ocasión de este desastre. Lévi-Strauss es explícito. Necesaria como era, impresa como debía haber estado en el código genético y en el potencial evolutivo de la especie humana, nuestra transición de un estado natural a un estado cultural fue también un paso destructivo, y un paso que ha dejado cicatrices sobre la psique humana y sobre el mundo orgánico. (p.52).

Cuesta trabajo, sabemos de sobra, entrar a un mundo en donde todos los últimos paraísos se caen. Lo dirá el marxista, el freudiano, el antropólogo estructuralista. El humanista en general. Naturalmente que este libro podrá ser visto, tanto por detractores como por leales seguidores de estas tres corrientes de pensamiento (que al final de cuentas son tan sólo eso) y por notables teólogos, como un libro más originado en el caos del siglo XX, tan abierto a la disputa y a la rebatinga, tan capaz de solapar la insolencia que a la menor provocación tumbaba sistemas, credos y tradiciones. Pero hablamos de Steiner, y, atención, no se trata de cualquier filósofo: como ya dijimos, Francis George Steiner nació en París, en 1929, en el seno de una familia judía de origen vienés. Lo que no hemos dicho, es que el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2001 es profesor emérito del Churchill College de la Universidad de Cambridge desde 1961, y del St. Anne's College de la Universidad de Oxford. Su pasión no es el futbol, sino la literatura comparada y tiene un grado magistral a la hora de hacer trabajos de crítica filosófica, literaria y cultural y, por lo tanto, ha influenciado a más de cuatro generaciones en lo concerniente al discurso intelectual acerca de Occidente.

Entre sus imperdibles, además del título que hoy nos toca, está Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, de 1975 (y corregida y aumentada en 1988), un libro de cabecera no solamente para el traductor o el lingüista, sino para el humanista en general, publicado en México por el FCE. También cuenta con el magnífico ensayo Tolstói o Dostoievski, publicado por Ediciones Siruela en 2002; Une idée de l'Europe (La idea de Europa), Siruela, 2005; Diez razones (posibles) para la tristeza del pensamiento [Dix raisons (possibles) à la tristesse de la pensée] (Bilingual, 2005) y Los logócratas, FCE y Siruela, 2006. Por si fuera poco, el también Premio Internacional Alfonso Reyes 2007 ha publicado narrativa y poesía.

Es sin duda alguna uno de los maestros de la cultura occidental que el hombre postmodernista, si se jacta en realidad de serlo, debería leer, consultar, oír a través de estas cinco conferencias radiofónicas, retransmitidas en este libro maravilloso, tan necesario ahora que todo mundo se despide de todo, y vuelve a la nostalgia (o tal vez nunca se haya ido) del absoluto. Voici la magia de los libros: uno está donde su pensador originalmente creyó y debió estar para enseñar, más que para convencer.

. . . . . . . . . . . . . . .


Nostalgia del absoluto. George Steiner. Editorial Siruela. Traducción de María Tabuyo y Agustín López. Madrid, 2013, 136 págs.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario